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10 de agosto de 2010
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El sentido de legalizar las drogas

Juan Reyes del Campillo 

Para enfrentar la inseguridad y la lucha contra el narcotráfico que amenaza con llegar en el sexenio a más de cincuenta mil muertes violentas, el gobierno del presidente Felipe Calderón ha colocado en la agenda la posibilidad de discutir la legalización de las drogas. Sin dejar de señalar que no estaría de acuerdo, pero ante los avances sobre el tema que se han observado en otros países, se estima que podría ser una medida que pudiese ser parte de la solución del terrible problema que nos aqueja.

 

Algo que necesariamente habría que apuntar es que en una sociedad tan conservadora como la mexicana, la primera cuestión a resolver es cómo abordar el asunto. ¿Es posible atenderlo al margen de la ética y los valores morales que por lo general esgriman la iglesia y los grupos de derecha?, o ¿es permisible asumirlo como un problema de seguridad nacional y de salud pública?

 

Los argumentos de los conservadores son de sobra conocidos: como con el aborto o los matrimonios de personas del mismo sexo, una legalización conduciría al libertinaje y a su uso y abuso, lo cual pondría en extremo peligro a los jóvenes. En realidad no asumen que los jóvenes ya se encuentran en ese riesgo desde hace muchos años y que por más llamados que se hagan para protegerlos, éstos terminan siendo como los llamados a misa, a la cual asisten quienes así lo desean.

 

Estos grupos consideran que al reducirse la prohibición habría una gran exposición de los niños y los jóvenes hacia las drogas, muchos de los cuales sin una fuerza moral y una formación sólida en valores serían presa fácil y caerían en el vicio. Lo cierto es que los peligros en que se encuentran los jóvenes son mucho más nocivos y de mayores riesgos cuando se trata de un asunto en el que son bandas criminales las que operan el comercio de las drogas.

 

Más allá de las valoraciones éticas, el asunto tiene también un perfil densamente vinculado con la criminalidad. Por ello es necesario hacerse cargo que muchos jóvenes se involucran en el crimen con el fin de acceder a la droga y porque resulta una forma para hacerse de recursos y de bienes que difícilmente podrían adquirir con un empleo mal pagado y retribuido. Es evidente que la proscripción ha impulsado un negocio redituable en el que circula mucho dinero y en el que la criminalidad es resultado de la lucha por controlarlo para acaparar las exorbitantes ganancias.

 

Otro asunto que se debate es si la legalización va a extender el consumo hasta límites hoy desconocidos. La experiencia en Europa, al menos en Hamburgo y Ámsterdam, es que en un principio sí hay un aumento, tal vez por moda o curiosidad, pero después se reduce a los niveles de consumo anteriores. Lo que sí disminuye de manera impresionante son los niveles de criminalidad. Al igual que con el alcohol, en donde nadie roba ni arremete por conseguirlo, si quienes desean otras drogas pueden acceder a ellas con cierta facilidad, la violencia y el crimen terminan por disminuir.

 

También está a debate qué drogas son las que es posible legalizar y cuáles no. En realidad este es un problema de mayor envergadura, pues la diversidad de las mismas ha aumentado considerablemente en los últimos años. Más allá de las drogas naturales como la marihuana y la cocaína, hoy en día existen muchas drogas sintéticas, algunas de las cuales pueden resultar hasta peligrosas ante un consumo sin control. No obstante, esta es una discusión de carácter médico vinculado con la salud pública, antes que con lo meramente ético, circunscrito a los grupos políticos.

 

Quién debería regular el mercado de las drogas es tal vez la pregunta más importante del rompecabezas. Por supuesto el propio mercado, la oferta y la demanda, pero bajo la supervisión del Estado, el cual podría hacerse de recursos mediante la figura de los impuestos, tal y como se hace con el tabaco y el alcohol. Se supone que estos últimos están prohibidos y no se les vende a menores de edad.

 

Desde luego la legalización no puede ser una medida aislada ni debe reducirse a una visión de carácter ético moral. En muchos sentidos, al igual que el consumo de alcohol, las drogas tienen efectos no solamente físicos sino psicológicos, muchas veces más fuertes o de consecuencias más graves. Por ello debe ser una política de Estado la regulación de su consumo, asumido como una política de salud pública.

 

La discusión sobre la legalización de las drogas debiera ser amplia, extensa y abierta a muchos grupos de la sociedad, aunque particularmente a los jóvenes que son quienes están más cerca del problema. Hoy la sociedad tiene mucho menos prejuicios y está más abierta a afrontar cualquier asunto de manera abierta, además de ser mucho más receptiva y tolerante, lo cual implica estar consciente de que la solución no es negar los problemas, sino atenderlos de frente y sin ambages.

 

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