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20 septiembre 2010
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Prisión y muerte de los caudillos insurgentes
Víctor Orozco

El 23 de abril de 1811, llegaron a la villa de Chihuahua los presos insurgentes encabezados por Ignacio Allende y Miguel Hidalgo. Allí los esperaba un duro decreto del comandante de las Provincias Internas Nemesio Salcedo, promulgado en prevención dos días antes y dirigido

“A todos los vecinos estantes y habitantes en esta Villa de San Felipe de Chihuahua, de cualquier estado, calidad y condición que sean… de un momento a otro vais a ver en medio de vosotros como reo, al mismo que acaso temisteis como Tirano feroz, rodeado de ladrones y forajidos destrozando nuestros bienes, saqueando y profanando nuestros templos, atropellando la honestidad de nuestras esposas y de nuestras hijas, armando al padre contra el hijo, al hijo contra el padre, al marido contra la mujer, a la mujer contra el marido, al vasallo contra el vasallo, rompiendo los vínculos sagrados que nos unen a Dios, al Rey y a la Patria, trastornando, en fin, y confundiendo todo el orden social, todo lo divino y lo humano”.

Cuando pasó la collera de prisioneros, los vecinos pudieron contemplar al monstruo pintado por las autoridades virreinales. A todos se les confinó en las celdas preparadas y se inició la instauración del proceso penal.

La causa penal que se instruyó a los insurgentes estuvo a cargo de militares y oficiales subordinados al Comandante de las Provincias Internas. Obviamente no eran jueces que pudiesen obrar con un mínimo de imparcialidad o al menos, tratar de indagar o profundizar sobre las verdaderas causas de la insurrección de 1810, lo que hubiera sido provechoso para todos, en especial para la historia. ¡Busco jueces y sólo encuentro acusadores!, dice un antiguo reclamo de los reos políticos, que aquí cae como anillo al dedo. Como todos los enjuiciadores de guerra o en procesos políticos, habían dictado la sentencia de antemano y el proceso sólo tenía como objeto revestir a la previa condena a muerte, con un velo de formalismo.

Quien primero publicó los documentos de la causa fue el biógrafo de los caudillos Carlos María de Bustamante, que empezó a publicar sus Cartas, que luego formarían el Cuadro Histórico de la Revolución Mexicana según asentó, para dotar a los mexicanos de un sentido de seguridad e identidad, frente a los amagos de una reconquista por España. Y de cierto, el comportamiento de Hidalgo frente a sus jueces, no desmerece a la figura que una década después se tendría como padre de la patria. No negó los cargos, aceptó ser el autor de la convocatoria a la insurrección y asumió toda la responsabilidad por ello. Sólo rechazó que hubiera fungido como sacerdote después de iniciada la insurrección.

Sin embargo, más tarde corrió la versión de que se había retractado y arrepentido de todos sus dichos y actos. Según ésta, el cura de Dolores habría pedido perdón desde el Rey para abajo a todo mundo, incluyendo al Santo Tribunal de la Inquisición del que en otro momento se había burlado y habría renegado de la causa revolucionaria. Bustamante desechó dicha “retractación” como una impostura montada por las autoridades españolas, en un momento en que la insurrección no obstante el descalabro sufrido, cobraba un nuevo auge. El asunto no se volvió a retomar hasta años después, en 1849, por Lucas Alamán, en el primer tomo de su Historia de México, dentro de su propuesta general para eliminar la conmemoración del 16 de septiembre como fecha de inicio de la independencia y acabar con la idea de fundar los títulos de la nación en el movimiento revolucionario comenzado en 1810, para fincarlos en el operativo eclesiástico-militar encabezado por Agustín de Iturbide en 1821.

Alamán, que distinguió su obra en múltiples pasajes por la invectiva contra Hidalgo, sobre todo, da por sentado que Bustamante defiende gratuitamente, esto es, sin bases, la figura del caudillo insurgente y en consecuencia tiene por auténtica la retractación. Sin embargo, en una nota de pie, reconoce sus límites, pues indica que:

“Todas estas dudas (sobre la autenticidad de la retractación) podrían haberse resuelto haciendo venir al archivo general, como se debía haber hecho, todas las causas originales de la comandancia general de las provincias internas, que deben estar en Chihuahua”.

Y es que el documento que el historiador guanajuatense tuvo a la vista (y que reprodujo en su libro) fue el publicado por la Gaceta del Gobierno, esto es, no conoció el original.

Francisco Bulnes, en vísperas de la revolución de 1910, volvió sobre la vieja polémica entre los historiadores liberales y conservadores, acerca del presunto arrepentimiento de Hidalgo y aunque ingeniero minero de profesión, como buen “científico” sometió el documento que contenía el dicho de Hidalgo y la firma del mismo al rigor de un análisis jurídico, concluyendo que no podía otorgárseles ninguna credibilidad, tanto por la incongruencia con el resto del material que formó la causa, por las dudas que despertó en las propias autoridades españolas que no se atrevieron en los años sucesivos a 1811 a postular la veracidad de la dicha retractación, como por la firma, apócrifa, según él, que calzaba el texto.

Un documento similar supuestamente firmó Ignacio Aldama el 18 de junio de 1811, en la víspera de ser fusilado en Monclova. Por el estilo similar de ambos, puede inferirse que fueron inducidos por las autoridades españolas. Leyendo los documentos del expediente es cierto que salta a la vista la diferencia entre el lenguaje y términos empleados en las declaraciones del cura de Dolores y los usados en el presunto documento de retractación. Esto me lleva a concluir que en efecto, ésta es una falacia.

El 27 de julio, tres días antes de su ejecución, Miguel Hidalgo fue despojado de su carácter de sacerdote por sentencia que pronunció D. Francisco Fernández Valentín, Canónigo de la Iglesia Catedral de Durango y comisionado por el obispo de aquella residencia D. Francisco Javier de Olivares. De esta manera, de conformidad con los cánones eclesiásticos, perdía su inmunidad o fuero que le confería su calidad de ministro de la iglesia católica. Culminaba así la disputa entre el cura de Dolores y la jerarquía eclesiástica, que planteó desde el 24 de septiembre una semana después del grito de la independencia, el culto Manuel Abad y Queipo obispo designado de Michoacán, al que pertenecía entonces el curato donde ejercía Hidalgo, cuando pronunció el decreto de excomunión.

Tanto en el decreto de excomunión como en la sentencia de degradación, la jerarquía hizo uso de toda la fuerza moral, política y religiosa de que disponía para denostar y condenar la persona del caudillo de la independencia. También de toda la fuerza del lenguaje, que el castellano es pródigo cuando se trata de suministrar palabras para remarcar y enfatizar, de manera tal que nadie las olvide. He aquí una porción de la sentencia de degradación: Poner aquí parte del decreto de excomunión:

“Miguel Hidalgo y Costilla, cura de la congregación de Dolores en el Obispado de Michoacán, cabeza principal de la insurrección que comenzó en el sobredicho pueblo el 16 de septiembre del año próximo pasado, causando un trastorno general en todo este reino, a que se siguieron innumerables muertes, robos, rapiñas, sacrilegios, persecuciones, la cesación y entorpecimiento de la agricultura, comercio, minería, industria y todas las artes y oficios, con otros infinitos males contra Dios, contra el Rey, contra la Patria, y contra los particulares y hallando al mencionado D. Miguel Hidalgo evidentemente convicto y confeso… cuyos crímenes son grandes, damnables, perjudiciales, y tan enormes y en alto grado atroces, que de ellos resulta ofendida gravísimamente la Majestad divina, sino trastornado el orden social, conmovidas muchas ciudades y pueblos con escándalo y detrimento universal de la Iglesia y la Nación, haciéndose por lo mismo indigno de todo beneficio y oficio eclesiástico.” 

Pronunciada la sentencia fue vestido con todos sus ornatos de sacerdote y luego desnudado de ellos uno a uno.

En el curso de los siguientes años, no cesaron las condenas de la iglesia a las insurrecciones independentistas en todas las colonias americanas. El obispo de Valladolid, Don Manuel Abad y Queipo, fue en la Nueva España uno de los más prolíficos en la producción de pastorales orientadas a frenar a la insurgencia. No dejó de ser por ello un liberal dentro de las filas eclesiásticas, tanto que acabó sus días en una prisión española, a donde lo condujeron los recalcitrantes partidarios del viejo orden. Mal pagó sus servicios al eminente prelado el amadísimo Fernando VII.

El 30 de julio de 1811 se fusiló, el último, a Miguel Hidalgo, cuya causa había ocupado el centro del proceso contra los insurgentes. El documento final contiene la diligencia de ejecución de la sentencia de muerte. Dice que puesto de rodillas, le fue notificado el auto de ejecución por Ángel Avella y enseguida

“se le estrajo de la capilla del real hospital en donde se hallaba y conducido en nueva custodia al patio interior del mismo, fue pasado por las armas en la forma ordinaria a las siete de la mañana de este día, sacándose su cadáver a la plaza inmediata en la que colocado en tablado a propósito, estuvo de manifiesto al público, todo conforme a la referida sentencia y habiéndose separado la cabeza del cuerpo en virtud de orden verbal del expresado superior Jefe; se dio después sepultura a su cadáver, por la Santa y Venerable Hermandad de la orden de penitencia de nuestro seráfico Padre San Francisco, en la capilla de San Antonio del propio convento.”
 
Sirvió como paredón uno de los muros del que fue el patio del antiguo colegio que habían fundado los jesuitas y que después de la expulsión de esta orden de todos los dominios españoles en 1767, fue convertido en hospital. Desde el seis de mayo de 1811, el comandante realista Félix Calleja, había ordenado al mariscal Bernardo Bonavia una pronta ejecución, en el caso de que no pudiese remitir a Hidalgo y tuviese que juzgarlo

“pues no conviene que esta clase de reos exista mucho tiempo, sin imponerles la pena correspondiente a sus delitos, pues entretanto subsisten las vanas esperanzas de la plebe y trabaja la seducción para burlar nuestras precauciones, por lo que... espero que la ejecución sea pronta y que me remita su cabeza  para fijarla en los parajes donde nació la insurrección.”

El 27 de mayo, sabiendo ya que los reos se encontraban en Chihuahua, reiteró a Nemesio Salcedo, desde Aguascalientes, la necesidad de una rápida ejecución y la petición de las cabezas, ya no sólo la de Hidalgo, sino de todos los principales jefes. Las testas de Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, fueron así clavadas en picas y colocadas una en cada esquina de la Alhóndiga de Granaditas. Duraron allí hasta 1821, en que el comandante realista de Guanajuato, Anastasio Bustamante, que abrazó el Plan de Iguala, ordenó su retiro y el fin del macabro y amedrentador espectáculo.

El procedimiento cobró adeptos entre las autoridades españolas, pues en mayo de 1812, la sentencia que en Guadalajara le fue impuesta a José Antonio Torres estableció:

“Se declara al mencionado José Antonio Torres, traidor al rey y a la patria, reo confeso en casi todas las sentadas atrocidades, condenándolo en consecuencia a ser arrastrado ahorcado y descuartizado, con confiscación de todos sus bienes, y que manteniéndose el cadáver en el patíbulo hasta las cinco de la tarde, se baje a esta hora; y conducido a la plaza nueva de Venegas se le corte la cabeza y se fije en el centro de ella sobre un palo alto, y descuartizándose allí mismo el cuerpo, y remitiéndose el cuarto del brazo derecho al pueblo de Zacoalco en donde se fijará sobre un madero elevado; otro en la horca de la garita de Mexicalzingo de esta ciudad, por donde entró a invadirla; Y otro en la de El Carmen salida al rumbo de Tepic y San Blas; y otro en la del bajío de San Pedro que lo es para el Puente de Calderón”.

Por barbarie no quedaba, tal era la usada para castigar a las brujas, herejes, rebeldes, apóstatas, enemigos o subyugados y contra sus hijos, padres o hermanos durante siglos. Sorprenden las grandes cantidades de maligno talento consumido y recreado en la búsqueda de los tormentos más capaces de causar dolor y servir de ejemplos aterrorizantes.

El fusilamiento de Hidalgo fue recordado y recreado para el público nada menos que por Pedro Armendáriz, el oficial que comandó el pelotón una década después. El 22 de febrero de 1822, se publicó en La Abeja Poblana una larga carta que envió desde Santa Fe de Nuevo México, en la que manifestaba la entereza con la que se condujo Hidalgo ante los soldados y como tuvieron que hacerle varios disparos a quemarropa porque se resistía a morir, ya que no atinaban a herirle órganos vitales.

Queriendo erradicar para siempre el recuerdo del cura rebelde, el Tribunal de la Santa Inquisición prohibió que circulasen retratos o imágenes de este personaje, configurando su posesión un delito. En 1815, Morelos fue condenado entre otros crímenes, por tener en su poder un retrato de Hidalgo. En la disputa por la conquista de la conciencia popular, los obispos no se ahorraron ningún instrumento para evitar que cundieran los ejemplos de los insurgentes, acudiendo al fanatismo extremo que padecía la población y a toda clase de fantasías para intensificar el pavor hacia el cambio propiciado por la insurgencia. Con el lenguaje sardónico que le caracterizó, Fernández de Lizardi, El Pensador Mexicano narra que:

"Cuando el esclarecido Hidalgo proclamó nuestra independencia, estaba la América sumida en la más espantosa ignorancia. Baste decir que el Sr. Bergosa, obispo de Oajaca, auxiliado de su célebre secretario D Casimiro de Osta publico una pastoral en que para alarmar a su diócesis, dijo que el señor Morelos tenia cuernos y cola. ¿Que tal la vería el señor obispo de cocida, pues se atrevió a sorprender al infeliz pueblo con tal ridiculez? Y habría infinitos que le creyeron porque la decía un obispo".

Miguel Hidalgo, ¿masón?
Durante mucho tiempo se ha debatido si Miguel Hidalgo estuvo afiliado a la masonería, que de ser cierto, explicaría el odio que despertó en las cúpulas eclesiásticas, ya que el Papa había denunciado a la agrupación como uno de los enemigos mortales para la iglesia católica. A lo largo del siglo XIX, la versión se alimentó de dos vertientes antagónicas: los voceros representativos del clero daban por hecho que el cura de Dolores había sido masón, de allí el daño que desde su punto de vista causó a los intereses de la iglesia. En el otro extremo, escritores liberales y masones aseguraban que Hidalgo estuvo afiliado a la logia Arquitectura Moral, que se formó en México en 1806. En el siguiente siglo, el principal historiador eclesiástico, Mariano Cuevas, a contrapelo de todo el pensamiento conservador, reivindicó la figura de Hidalgo, seguramente considerando que su posición en la cultura y en la conciencia colectiva mexicanas era ya irreversible. Cuevas, en congruencia con su propósito de colocar a Hidalgo como un héroe de la propia iglesia, negó enfáticamente que fuera masón, indicando que cuando un emisario francés estableció contacto con él, le hizo una serie de señas masónicas ante las cuales “el buen cura” permaneció en ascuas.

Investigadores especializados en la historia de la masonería, asumen que Hidalgo fue miembro de la orden y alguno señala que desde 1791 hubo actividad masónica en la Nueva España, impulsada por Juan Esteban Laroche, de ascendencia francesa, quien fue conocido e interlocutor de Miguel Hidalgo y quien lo habría adherido a la logia referida. La iniciación de Hidalgo habría tenido lugar en la logia que se instaló en la Calle de las Ratas (después Bolívar) de la Ciudad de México, en cuya casa número cinco se colocó una placa con la leyenda:

“El Rito Nacional Mexicano. A los ilustres caudillos de nuestra Independencia nacional D. Miguel Hidalgo y Costilla y D. Ignacio Allende, iniciados masónicamente en esta casa el año de 1806”.

No conozco ningún documento que acredite alguna de las dos versiones.

De bandidos a héroes
En los años inmediatamente posteriores a la consumación de la Independencia, los caudillos insurgentes fusilados en Chihuahua, se convirtieron en el principal símbolo nacional. Aunque también, en el centro de una larga disputa entre los conservadores y los liberales. Mientras que los primeros se empeñaron en bajarlos del pedestal de héroes para arrojarlos al muladar de los bandidos y asesinos, los segundos se aferraron a fincar en la revolución representada por estos hombres el origen de la nación mexicana. 

Con el triunfo de los republicanos, consumado en 1867, muy pocos insistieron ya en considerar a Miguel Hidalgo y compañía como héroes vergonzantes. Sin embargo, otros siguieron empeñados en ponerlos en el mismo plano histórico de los clérigos y militares enemigos de la independencia, quienes acabaron por consumarla sin desearla, tratando de esquivar las consecuencias de la revolución española. En ausencia de otros adalides significativos entre aquellos conspiradores y preservadores del viejo orden, Agustín de Iturbide, jefe del ejército trigarante y el primero que dio en el país un golpe de Estado para coronarse Emperador y luego disolver el congreso a la fuerza, se convirtió en el héroe conservador por excelencia.

La antigua villa de San Felipe de Chihuahua, escenario del juicio y ejecución de los jefes insurgentes, participó así en las convulsiones del parto de la nación. Tuvo de esta manera su emblema cívico, como un vínculo sentimental con el resto de la patria. Los recién nominados con el gentilicio de chihuahuenses estuvieron entre los primeros del país en rendir homenaje a los caídos en 1811.

Durante la década de 1820-30, el Congreso del Estado resolvió poner  sus nombres a varios de los principales pueblos de la entidad y así, San José del Parral pasó a ser Hidalgo del Parral, el valle de San Bartolomé a Villa de Allende, el presidio de San Buenaventura a Villa de Galeana, San Jerónimo a Villa de Aldama, Ignacio Camargo a Santa Rosalía, Santa Cruz de Tapacolmes a Villa de Rosales, el Valle de San Pablo de Tepehuanes a Villa Balleza de Balbaneda. Fue una contribución de gran relevancia para establecer las señas de identidad de la nueva patria de los mexicanos.

 

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