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29 Noviembre 2010
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SOCIEDAD DEL CONOCIMIENTO
Clase media y “ciudadanos sin ideología”
Edilberto Cervantes Galván

Ahora que la “percepción” que capturan las encuestas resulta más creíble que el análisis de los hechos, la tarea de interpretación de cómo razona o piensa la gente toma relevancia. Que el 80 por ciento de la población mexicana se conciba a sí misma como clase media, según encuesta de Federico Reyes Heroles, sin que existan indicadores objetivos de ingreso, tipo de empleo o escolaridad, ha motivado variadas reflexiones.

En un artículo publicado en Nexos (noviembre de 2010) el historiador Ariel Rodríguez Kuri utiliza el enfoque de Emile Durkheim y ofrece una interesante interpretación del proceso político del México contemporáneo, en el que la invención de la clase media juega un papel significativo. Desde la perspectiva socio-psicológica, la auto-identificación como clase media de un porcentaje tan alto de la población responde a un síndrome que merece explicación.

Por allá de los años cincuenta del siglo pasado se planteaba que para lograr la estabilidad política era indispensable tener una amplia clase media. A esa clase media se le asignaban valores y virtudes, en esencia, de tipo conservador. Se le asociaba a un nivel de educación medio alto, con ingreso familiar que daba acceso a la propiedad de la vivienda, con empleo estable, lo cual se complementaba con un comportamiento político ajeno a partidos y gobierno. Era el perfil del ciudadano-individuo como actor político-electoral.
Esto contrastaba con el sistema corporativo que caracterizaba  (o caracteriza) al sistema político mexicano (y a otros sistemas políticos de la época) en el que toda participación política debería ser “institucional”, encuadrada en una organización y afiliada a un partido político.

(En el régimen político actual no estamos tan lejos de aquel tipo de modelo: la política se entiende como proceso electoral; sólo pueden hacer política los que se registren en el IFE, se ajusten a las interpretaciones jurídicas del TEPJF de sus actos políticos y normen su actuación conforme a las leyes y reglamentos; cualquier comportamiento político que se salga de ese marco es inadmisible; a cambio de esa disciplina “institucional” el Estado  financia las actividades políticas.)

El sistema basado en corporaciones ocupó todos los espacios políticos. Si la política es presencia, proliferaban los membretes, algunos estimulados desde el gobierno para simular oposición y otros desde “los enemigos del régimen” que no se atrevían a ponerse abiertamente enfrente del gobierno. Las corporaciones asimilaban la iniciativa individual: el trabajador debía sindicalizarse, los empresarios ingresar en una cámara, los campesinos inscribirse en la central, los profesionistas en sus “colegios”,  sólo quedaban sueltos los empleados de las empresas privadas, los trabajadores de cuello blanco, los que para tener presencia se incorporaban a los clubes de servicio; todavía no aparecían las ONG.

Rodríguez Kuri señala que frente a esos excesos (o características definitorias del corporativismo) la reacción de rechazo se expresa a través de los estudios de opinión: “Un hallazgo frecuente de los estudios de opinión es el amplio rechazo de los ciudadanos –ésos que hasta en un 80 por ciento se consideran  de clase media- hacia los partidos políticos, los sindicatos y prácticamente a cualquier forma de organización política y social que les recuerde el mundo maravilloso del corporativismo, con sus líderes, sus vocabularios, sus acarreados y sus corruptelas”.

Así, casi como una reacción “lógica”, las clases medias se representan a si mismas como ciudadanos atomizados, orgullosamente individualizados: la separación como signo de identidad. “El mito de las clases medias –dice Rodríguez Kuri- sublima y racionaliza el fenómeno de la desorganización social: lo presenta como virtud. Se oculta así el pecado y la pérdida: el ocaso, la muerte hace tiempo anunciada, del hombre público.

En una referencia a la obra de Durkheim (De la división del trabajo social), se destaca: “Una sociedad que está compuesta por infinitos individuos desorganizados … constituye una verdadera monstruosidad; el estado está demasiado lejos de los individuos… La ausencia de toda institución corporativa crea en un pueblo… un vacío cuya importancia es difícil exagerar”.

Desde el punto de vista funcional, pareciera como que a esa clase media así entendida, como una categoría de individuos, sólo se le otorgara el papel político de votar, de ejercer el voto en las elecciones y nada más. ¿Qué hacen con su vida pública cuando no es día de ir a votar?        

Frente a los planteamientos de Durkheim, en el sentido de otorgar a lo que llamó “corporaciones reformadas” un papel clave en el orden democrático: una condición necesaria para la administración del conflicto, se levanta todo un conjunto de analistas políticos, comentaristas financieros, los adictos a las reformas estructurales y los fundamentalistas de la ciudadanización.

“La vida –dice Rodríguez Kuri- exige siglas y membretes (y buena parte del 80 % jamás aceptará esta triste y pedestre realidad de la política). Porque siglas y membretes dan rostro político … a los ciudadanos de otra manera irrelevantes”.

Ese individualismo (del 80%) refleja una ambición que desborda toda objetividad. “Es la expectativa familiar del homo economicus , quien actuando sólo en su beneficio acaba por contribuir al bien común. Su esfuerzo egoísta redunda para sí mismo y por esa vía beneficia a la comunidad”.

Para Durkheim en cambio la dinámica de la economía no sólo no ordenaba el funcionamiento general de la sociedad sino que era su principal elemento de inestabilidad. De allí que el escenario de confrontación sea un rasgo permanente del sistema, en el que la política cumple la función de reguladora y administradora del conflicto, contrario a quienes en México impulsan la visión de que la política está llamada a suprimir o terminar con ese conflicto.  

En realidad, la ciudadanización, que se ha impulsado como alternativa a la organización corporativa, ha avanzado con la creación de organismos públicos autónomos y con la presencia de individuos que se erigen en calidad de “ciudadanos profesionales”. La experiencia en el IFE y otros organismos electorales, en los que la ciudadanización se ofreció como la manera de garantizar pureza y limpieza en el manejo de los procesos, son un buen ejemplo de cómo la “condición ciudadana” dura muy poco tiempo; al terminar su encargo no son pocos los consejeros electorales que aparecen como candidatos a puestos de elección popular. En otros casos, no es tan transparente la manera en que se erigen los liderazgos ciudadanos: nadie sabe quién los elige y cómo se mantienen por años al frente de sus ONGs.   

La ciudadanización se quiere interpretar como ajena a todo partido político y a toda corporación, incluso se le presenta como si no respondiera a ninguna ideología.

 

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