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12 Septiembre 2011
15diario
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Obesidad

Comer obesidad y cuidar enfermos
Víctor Orozco

Chihuahua.-
Hace unos años, el fotógrafo Peter Menzel ejecutó un curioso y a la vez aleccionador proyecto: viajó por veinticuatro países ubicados en los cinco continentes y en cada uno retrató a una familia típica en medio de los alimentos y bebidas que consume por semana.

La mexicana, está compuesta por cinco gorditos, los padres y tres niños, a cuyo lado se encuentran (amén del pan, cereales, verduras, frutas, latas diversas), una mesa con ocho litros de leche, una cartera con doce huevos, 18 o 20 botellas de cerveza y doce botellas de Coca-Cola de litro y medio.

Las cifras propagadas la semana pasada son coincidentes con la imagen, incluida en el libro Hungry Planet (2005) y abrumadoras: México consume 168 litros de los llamados refrescos por persona cada año. El primer lugar en el mundo, muy por encima de Estados Unidos, el otrora campeón y ahora segundo lugar, con 118 litros per cápita.

Asociado a este indicador hay otros fatídicos: siete de cada diez personas es obesa, en 2017 todo el presupuesto actual destinado a la salud pública deberá destinarse a combatir las consecuencias de la gordura, la cual provoca 10% de las muertes prematuras. En el IMSS el 32 por ciento de los pacientes lo son por diabetes y sus complicaciones. Hemos montado así una gigantesca fábrica de obesos y anémicos, porque en las escuelas no hay suficientes suministradores de agua potable, porque los niños se han acostumbrado a comer y beber chatarra, porque igual se hace en los centros de trabajo. Porque los magníficos spots de Coca-Cola han cautivado a los auditorios.

Desde luego, el problema no es privativo de esta república. De hecho, existe una alarma mundial por el continuo crecimiento de la población con sobrepeso, mismo que acarrea o propicia una gama muy variada de padecimientos colaterales: alta presión, diabetes, deficiencias circulatorias, hígado graso, etcétera. En correspondencia, aumentan con desmesura los gastos sociales para el tratamiento de las innumerables enfermedades, accidentes y efectos nocivos derivados de la obesidad.

Hasta hace unas décadas, la literatura sobre el tema se refería sobre todo a los países ricos, en los cuáles abundaba la comida. Hoy, pueblos desnutridos revelan también habitantes obesos. La crisis alimentaria obliga a consumir comida chatarra, colmada de grasas saturadas, con su resultante: niños rechonchos y al mismo tiempo malnutridos. La colaboración que presta la publicidad comercial para producir esta consecuencia no es menor: el cine, la prensa, la televisión, los espectaculares, los anuncios en las calles saturan la vista y los cerebros, de tal manera que no dejan otra opción.

Debemos beber "refrescos", comer hamburguesas (tan llenas de conservadores que son incorruptibles) imitaciones de quesos, de chocolates (de éstos ya ni siquiera se ponen a la venta los auténticos), postres y yogures artificiales, carnes tratadas con químicos... En suma ingerimos alimentos parecidos a los originales o naturales, en el color, sabor o textura, pero cuyos componentes son distintos... y nocivos en extremo.

Junto con estas dietas fatídicas, impuestas por las grandes trasnacionales productoras y comercializadoras, operan los hábitos de las grandes urbes en las que vivimos el 80% de los terrícolas hoy en día, orientados hacia el sedentarismo y la inactividad física. La ley del menor esfuerzo se impone y así, todo mundo a comer y apoltronarse. Diríase que padecemos una especie de locura colectiva, al apoyar cotidianamente nuestra propio deterioro y destrucción.

Las noticias y observaciones de estos hechos no son nuevos desde luego. Escuché una conferencia de un especialista norteamericano allá por los ochentas, quien a manera de broma nos platicaba: "En Nueva York, de donde vengo, hubo que cambiar todos los asientos a un estadio construido en los años veintes porque ya no les cabían las nalgas a los espectadores". Hoy, las informaciones y advertencias abarcan desde Estados Unidos hasta Egipto, desde Cuba hasta Canadá o Inglaterra. Cada país está haciendo su propio recuento de gordos y se percata de la tragedia que tiene en puerta. Obviamente, el problema reviste muy distintos niveles de gravedad. Para medirla se usa una regla admitida universalmente, el llamado índice Quételet (por el científico belga que lo diseñó en la segunda mitad del siglo XIX) después llamado Índice de Masa Corporal, resultante de dividir el peso del individuo entre el cuadrado de su altura. Se considera que un valor de 25 es el máximo aceptable. Arriba de éste vienen todos los grados de obesidad, desde la moderada hasta la llamada mórbida, la cual bordea los 40 puntos. Más allá de los 30, la persona se encuentra sumamente expuesta.

¿Y cómo andan los países de acuerdo con estos rangos? Si se considera a la población mayor de quince años que muestra un IMC superior a treinta, los porcentajes de los más afectados son los siguientes: Estados Unidos tiene a 31% de sus habitantes colocados en la zona de alto riesgo, le sigue México con 24%, Inglaterra 23%, República Eslovaca 23%, Grecia 22%, Australia 22%, Hungría 19%, República Checa 15%, Canadá 14%, España 13%. Ciertamente estos números no son los únicos que circulan entre los interesados en el tema. Otra de las varias tablas, coloca a México por encima de Estados Unidos, seguido por Nueva Zelanda, Australia, Reino Unido, Irlanda, Islandia, Canadá, Chile y Grecia.

¿Por qué México figura en todas estas calamitosas listas, ubicado entre los punteros? Una explicación primera, no exenta de razón, diría que nos encontramos en la franja de mayor influencia para la difusión de los hábitos alimenticios norteamericanos. No sólo por la publicidad de las mismas mercancías, sino de manera más directa por el trasiego humano existente entre ambas naciones y también por la sumisión servil hacia los modelos estadounidenses. Pero no es con seguridad el único factor. Alguna genetista audaz propone que los mexicanos poseemos un gene derivado de las etnias americanas autóctonas que nos hace propensos a la obesidad. Otras variantes argumentan que el incremento de los obesos se encuentra ligado a largas etapas depresivas, frustraciones colectivas y crisis económico-sociales. Este probable factor daría cuenta quizá del pasmoso aumento de 77% de ellos entre los niños de cinco a once años, sólo en los últimos siete, de acuerdo con los datos proporcionados por el Secretario de Salud Pública.

No existe una respuesta totalmente plausible, según he podido constatar por el intenso debate sobre el punto. En consecuencia, las soluciones deberán atenerse a las que ofrecen mayor evidencia. En principio, debe establecerse una política de Estado, global, dirigida a modificar los patrones alimentarios en los niños, en los hogares y en las escuela e inhibir la producción y el consumo de refrescos, aunque ello implique competir con los persuasivos anuncios de la Coca Cola.

No se me escapa que una reflexión de mayor profundidad lleva a la exigencia de buscar cambios radicales en la estructura social y en la distribución de los bienes económicos y culturales. Allí se encuentran las causas últimas de las onerosas cargas soportadas por la mayoría de la población.

No hay duda: de los males que aquejan a México la pandemia de obesidad no es de los menores. Si no se le pone un alto al consumo de los alimentos-veneno, a la vuelta de la esquina tendremos una nación enferma, en el estricto sentido de la palabra. Con enfermos cuidando a enfermos e incapaz de valerse por sí misma.

 

 


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  © Luis Lauro Garza Hinojosa