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1279 21 Marzo 2013

 

Nuestros esfuerzos reunidos
Hugo L. del Río

Monterrey.- ¿Dónde nace el soplo de viento que se convierte en huracán?, ¿estos hombres, llegaron convocados por dioses sabios y benévolos para llamar a la tempestad, exorcizar a los demonios y, sobre las ruinas asentar las bases de una de las naciones más modernas, en su tiempo y en lo social, del mundo?

La tormenta de hierro y fuego arrasó, durante diez años, a México: medio mundo intervino, ya bajo la bandera de la Reforma, ya ondeando el triste estandarte de las legiones que pelearon y murieron en el fútil intento por detener el reloj de la Historia.

Pasan los años y la figura de don Benito Juárez se agiganta. Apenas empezamos a entender que la separación entre el Estado y la Iglesia fue la puerta que nos permitió ingresar a la modernidad. Apenas empezamos a redoblar el esfuerzo por conocer a este tremendo indio zapoteco –tiene razón, tanta razón, el norteamericano Ralph Roeder cuando escribe “su biografía pasó a ser un tratado político”– que, o ignoramos, o soslayamos tantos rasgos de su naturaleza.

Don Benito no era, nunca fue, la estatua de bronce. No era un ángel impoluto ni jamás pretendió serlo; cometió errores, cayó en injusticias. Pero La Mano que escribe la crónica histórica de los pueblos lo dotó de un carácter de acero: hombres así no saben rendirse; se les puede destruir, pero es imposible vencerlos.

Don Benito también nos asombra por sus rápidas reacciones ante peligros o adversidades no previstas. Su liderazgo para mantener unidos en grupo de cohesión a los hombres de la generación de la Reforma –casi todos más inteligentes, más cultos, tan valientes o más que él– pero el señor Juárez fue el centurión que los guiaba en la dura pelea por cambiar a México.

Hubo deslealtades, desencuentros, una que otra traición: entre humanos eso es inevitable. Tampoco hemos prestado la debida atención a la finísima sensibilidad política del zapoteco: sus reflejos para entender y aprovechar el instante favorable que la fortuna ponía a su alcance. Luego, su audacia: nos asombra.

Sitiado en el puerto de Veracruz, con los cañones de Miramón casi a la vista de la menguada tropa republicana, don Benito emitió en el 59 las Leyes de la Reforma: el mazazo definitivo a los fueros de la Iglesia católica y el Ejército. Nada de esto fue fácil. ¿Cómo era México antes de la Constitución del 57 y las Leyes de la Reforma?

Don Melchor Ocampo descansaba en su finca michoacana, Pomoca, cuando fue a verlo una viuda devastada por el dolor, la impotencia y la miseria. Un par de vecinos la ayudaban a transportar el cadáver. El sacerdote del templo local se negó a inhumarlo en la que se supone era la Casa de Dios porque la mujer no tenía dinero. “¿Qué hago, padre, qué hago con mi esposo?” La respuesta: “Sálalo y cómetelo”.

En el primer tercio del XIX, el ex vicepresidente de Estados Unidos, Aarón Burr, anunció su intención de coronarse emperador de México. Nadie lo tildó de loco: muy al contrario, afluyeron cientos de aventureros preparados para participar en la conquista.

Por las mismas fechas Barradas desembarcó cerca de Tampico con menos de diez mil españoles: venía a repetir la hazaña de Cortés. Sobraron europeos y norteamericanos quienes estaban seguros que con cien o doscientos hombres se adueñarían de México.

En la Guerra de Secesión de EUA, Santiago Vidaurri ofreció incorporar Nuevo León, Coahuila y Tamaulipas a los Estados Confederados. Su intermediario, el cubano José Quintero, vivía en Monterrey. Carlos Latrille le escribió a Napoleón III. “A la cabeza de mis cinco mil soldados ya soy dueño de México”. Un general nuevoleonés, miope, de 32 años, le enseñó que eso no era posible.

El secretario norteamericano de Estado, Seward, prefería combatir contra Francia en territorio mexicano antes que derramar la sangre de sus hermanos del sur. Y es que nadie veía a México ya no como una nación, ni siquiera como un país. Éramos, a ojos de las potencias, un conjunto de etnias y tribus dedicados, alegremente, a destrozarnos entre nosotros. Claro, había mujeres y hombres con sentido de la justicia: el general Prim, comandante del Ejército español que desembarcó en Veracruz en 1861 con ingleses y franceses, de buenas a primeras desmarcó a España de aquel ensayo de rapiña a nivel de país. Y su jefe de Estado Mayor, el brigadier Millán de Bosch, regañó a sus fusileros por burlarse de la miseria de los soldados de la República, muchos de ellos descalzos, sin camisa: “Así eran mis padres y mis abuelos, así eran vuestros padres y abuelos, así como eran derrotaron al invasor francés”.

No sobra recordar que Prim y Millán del Bosch eran masones. Cuando murió don Benito, escribe el señor Justo Sierra, hasta los enemigos entendieron que se había ido un gran hombre, “había una gran ausencia”. Los Juárez sufrieron privaciones y dolores: la muerte de cinco hijos; él, cárcel y exilio, muchas, pero muchas veces; ella, una soledad y pobreza que la hicieron crecer; él torcía cigarros en Nueva Orléans por una mísera pitanza, ella atendía un malprovisto tendejón en un caserío de mala muerte. Para tal hombre, tal mujer.

Don Benito, al igual que el señor Lázaro Cárdenas, todavía nos da otro toque de originalidad: es de los escasos, muy escasos hombres públicos mexicanos que escriben sus miserias. Lo del oaxaqueño fueron los “Apuntes para mis hijos”. Para mí, lo más importante es este párrafo: “Poco o nada vale ciertamente cada uno de nosotros en lo particular, pero nuestros esfuerzos reunidos podrán servir de algún peso en la balanza en que hoy se pesan los destinos de la desgraciada México”.

El hombre de la Reforma inspiró a los suyos, durante varios años; el patriotismo, el ánimo de lucha, el espíritu de sacrificio. En una carta en la que se niega a obedecer las órdenes de Vidaurri, quien lo instruía para abandonar, en pleno 59, al Ejército de la República para emplearlo como su fuerza pretoriana, Zaragoza contesta: “Abandonar el estado de San Luis en que se encontraba el enemigo era un crimen… era desertar de nuestras filas en los momentos de peligro; era, en fin, atraer la justa execración de nuestros partidarios sobre las armas de Nuevo León, y dar el seguro triunfo a nuestros enemigos”.

Así eran, así son estos hombres. Seamos dignos de ellos.

 

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