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1350 28 Junio 2013

 

Yo contra mí (ll)
Luis Villegas Montes

Chihuahua.- Hace no sé cuánto que no rezo el rosario, ni en familia, ni solo, ni nada y, sin embargo, en cuanto me descuido ya estoy con: “por estos Misterios Santos de Cristo, la nación mexicana, la unión y feliz gobierno, goce puerto el navegante...”

De niño me imaginaba los barcos en mitad de la tormenta y me decía: “Como estoy rezando, seguro va a encontrar el puerto el navegante.” Me daba como una especie de megalomanía porque podía decidir la suerte de los navegantes, de la unión y feliz gobierno de la nación mexicana, y hacía una lista como de súper, como de carta a Santa Claus.

“Por estos Misterios Santos…” y luego venía lo de antes del parto, durante el parto y después del parto, pero cuando uno empezaba a querer pararse, eran unos manazos y unos coscorrones terribles.

Quisiera decirles que tengo un desgarramiento tremendo y que tuve una crisis de fe espantosa… pero que, pensándolo bien, no fue tan grave. En cuanto perdió mi mamá cierta autoridad sobre mí, no volví a pararme en una iglesia, con excepción de una vez que me paré para un matrimonio más o menos logrado.

Debo aceptar que eso realmente no es lo mío, aunque nunca he dejado ni de rezar, ni de creer en Dios, ni de platicar en las noches con Él. Comentaba hoy en la mañana con mis alumnos y alumnas que no puedo ver a Dios como agente de colocaciones, o para pedirle que ganen los Pumas (tiene uno que estar loco para hacer esas mezclas de teología y futbol).

Todo esto lo digo para no entrarle a este tema del pugilato con uno mismo porque es muy arduo.

Les repito que sí, que soy un ser dual, que tengo esta parte muy sellada por una formación católica, sea o no practicante. Hay algo en nuestra mentalidad, en nuestra manera de entender la vida, en nuestro juicio sobre la existencia... Los católicos tenemos un lado sufridor: es nuestra madre que se asoma en cuanto puede.

Recuerdo mucho a mi madre haciéndome su numerito de:
–¡Ay, no sabes, mi pierna mala (porque mi mamá, pasada cierta edad, tenía una pierna mala). No sabes lo que me ha dolido todo el día mi pierna mala...
–¡Chín!, decía yo.
–Pero tú te vas a ir a una fiesta, ¿verdad? Vete, vete tranquilo de veras. Yo gozo sabiendo que tú estás gozando. Nada más déjame el rosario cerca por favor y mis medicinas, porque si me viene una crisis… no creo, eh, no creo, pero por si me viniera déjalas ahí, total, si de veras me siento muy mal, no puedo ahorita apoyar el pie, me ruedo sobre el mosaico y pecho a tierra llego al teléfono… de alguna manera alcanzo el teléfono...

El resultado de tal exposición era que yo no iba a la fiesta y que la pinche vieja se cuajaba toda la noche. Ya no le dolía nada, ya no necesitaba nada, ni el rosario rezaba, le valía gorro todo.

Pero de pronto aparecía en mi vida mi papá diciéndome: “Vámonos a ver qué encontramos”. Empezábamos a caminar. Me acuerdo que cuando paseábamos por Insurgentes y yo veía a esas mujeres recargadas en los árboles, con mucha pintura en la cara y con unas vestimentas muy extravagantes y llamativas, le preguntaba:
–Oye papá, ¿y esas señoras?
–Ay hijo, ¿qué no sabes?
–No papá.
–Son de la forestal, hijo, son policías forestales. Les encargan un árbol a cada una. Ellas tienen que cuidar su árbol y como está tan cerquita de la banqueta, por eso se visten así para llamar la atención, no las vayan a atropellar.

Era una explicación tan hermosa que hasta la fecha me conmueve, me dan ganas de bajarme a dar las gracias a las de la forestal porque están cuidando los árboles.

Entre esos dos mundo me movía yo: en un mundo del puro gozo, de la pura invención, del mundo siempre visto desde su ángulo más divertido, más chistoso, más llamativo, más fértil para la imaginación, el mundo jarocho de mi padre; y, por otro lado, el mundo michoacano, contrarreformista, feroz, de mi madre, un mundo que consideraba que sufrir era un mérito importantísimo pues estábamos en este valle de lágrimas para acumular, hagan de cuenta como puntos para viajar en avión, puntos para irse al Cielo.

También debo decirles que fui muy feliz en una escuela de gobierno. Quería mucho a un maestro a quien se le ocurrió decirme:
–En esta escuela te vamos a echar a perder. Tú tienes capacidad para más. Te voy a conseguir una beca y voy a hablar con tus padres.

Rápidamente apareció mi madre en el horizonte para decir: “Este es el momento”. Y me metió con los hermanos maristas. Me dieron la beca... y la beca estaban por ley obligados a darla. Sin embargo, en cuanto sacaba siete en conducta, en todo el sonido del Instituto México se oía:
–Le recordamos al niño Germán Dehesa que no paga colegiatura sino que está becado en esta escuela y que por lo mismo debe...

Yo decía: “¡Puta madre!” Con los O'Farril por allá, los Cortina por allá, a los que les daban 25 pesos de domingo, cuando a mí me daban un peso… Había una asimetría, era como tratar un TLC Estados Unidos-México. Los Cortina tuvieron, primero, motoneta, luego motocicleta, luego automóvil y yo seguía tomando mi Popocatépetl/Colonia del Valle y anexas y disfrutando de la ciudad como loco.

Disfrutaba, sobretodo, ir con mi padre, tomar el Insurgentes/Bellas Artes en Georgia e Insurgentes y tardar treinta minutos en llegar a la Alameda, y pasar junto a una escultura y agarrarle las nalgas a la escultura. Me decía mi papá:
–Yo primero porque soy tu mayor. Tú me la vas a dejar muy sebosa. –Y entonces le daba sus llegues. –Ahora vas tú. ¿Cómo es posible que un hijo mío no sepa ni agarrar un nalga? A ver, mira, te voy a enseñar cómo se ahueca la mano, cómo se le hace.

Esas enseñanzas son invaluables, esas sí sirven para la vida.

De esos dos mundos vengo yo. Y por eso soy una especie de animal dual, soy un centauro –en unas de esas voy a salir sirena o algo así: soy mitad carne mitad pescado, mitad caballo mitad ser humano. Todos lo somos porque traemos la carga genética del padre y la carga genética de la madre.

La única ventaja que tengo frente a la dualidad es que los dos eran diabéticos, los dos eran cardiópatas. Eso sí, cardiópata y diabético lo soy a pleno pulmón y en el cuerpo entero. Lo demás, lo que es el valor añadido, lo he tratado de averiguar por mi cuenta.

A mí me deslumbraba mucho mi padre, era bastante pobre y no le daba ninguna pena serlo; nos corrían cada seis meses de las casas donde
estábamos; nos mudábamos y era una fiesta.

–Lo de menos sería quedarnos, decía, pagar la renta al puerco capitalista, pero yo no quiero quitarte la oportunidad de que conozcas la ciudad.

Y mientras, mi madre sufría en silencio, es decir, con un estrépito que se oía a cinco kilómetros (porque cuando una mujer sufre en silencio se oye como a veinte cuadras a la redonda). Lloraba todo el trayecto que iba de la casa vieja a la casa nueva:
–Claro, ustedes se conforman con cambiarse, pero ¿quién pone la casa y quién acomoda los muebles y la chingada?

Total, acabábamos acomodándolo todo nosotros, porque a mi mamá le venía el dolor en la pierna mala...

Ése es mi mundo. Podría estar peleado conmigo mismo, pero vivo muy reconciliado. Cuando llegado el día falleció mi padre de la manera más tranquila, se acostó a dormir una siesta, se enderezó y le dijo a mi madre: “Te quiero comprar un vestido en Liverpool.”

Fueron sus famosas últimas palabras (por andar ofreciendo vestidos a las viejas, eso nunca hay que hacerlo). Se volvió a recostar un momento. Le dio una embolia fulminante, y murió.

Mí mamá –se supone que cuando uno hace edema pulmonar podemos librar uno, dos, quizá tres– hizo casi treinta edemas pulmonares y la pinche necia no se quería ir. Sólo se murió porque a mi hermana se le descompuso el coche. Mi hermana, una doctora muy afamada en el Seguro Social, en cuanto veía que mi mamá se empezaba a torcer, la trepaba al coche y se la llevaba al hospital, le ponían el ventilador y le hacían quién sabe qué y le pasaban suero.

Cuando yo llegaba vestido de negro y todo, ella salía radiante y, así, más o menos 30 veces. Pero una vez, y conste que no fui yo el que descargó la batería, no arrancó el coche. Mi mamá no alcanzó a llegar y se murió en el trayecto. Mi hermana se azotaba y yo le decía:
–Hermana, esto ya no era vida, agonías todos lo días, esto ya era un exceso.

Cuando fui a la funeraria (estuve cinco minutos en Gayosso, tan malnacido como soy, detesto ir a Gayosso, me encanta estar con los vivos, no sé qué le va uno a oler al muerto), le llevé unas rosas y le dije:
–Madre, ahí quedamos, entiendo que lo que hiciste como siempre me lo decías: “Es por tu bien y esta cachetada que te voy a dar algún día me la agradecerás (todavía no ha llegado ese día) porque lo estoy haciendo por tu bien” y me soltaba unas...

Por otro lado, no creo haberme dispensado de vivir por los libros, es decir, no es mi caso como el de algunos seres que han escogido leer, por miedo a vivir; hay otros que se meten a la vida por miedo a la belleza, por miedo al conocimiento. Yo he ido y venido, cosa que siempre tuvo muy nerviosos a mis maestros porque decían:

–Bueno, si éste sabe tantas cosas sobre Shakespeare o sobre Lope de Vega o sobre Sor Juana ¿por qué va al teatro Blanquita?, ¿Qué va a buscar al teatro Blanquita o qué hace en el Tivoli oyendo Harapos?

A mí me gustaba oír Harapos y me gustaba leer a Shakespeare; me gustaba tener eso para lo que ni siquiera hay palabras en español, lo que se dice en inglés el street wise, la sabiduría de la calle. Me encantaba y me sigue encantando oír a la gente y ver qué se trae y oír sus argüendes, sus fabulaciones, sus mitos y sus historias.

Tengo que decir que si iba a la calle o iba a los libros, era para traer materiales para mi hermano mayor. Ahí empezó mi esquizofrenia. Yo le platicaba y me respondía, me respondía tratando de adivinar lo que él podía imaginar, de lo que yo le estaba contando. Por eso aprendí a dialogar, por eso me dicen: “Escríbete una escena”, y lo hago como si la tuviera ya en la cabeza. Me asusta que la gente no lo haga.

Adquirí dominio de la palabra, adquirí el dominio del diálogo, de hablar desde el otro preguntándome quién es el otro y qué quiere decir, imaginándomelo, suponiéndomelo. Aprendí también a mantener la tensión, porque mi hermano lo único que podía mover era una mano. Empezaba la narración y me apretaba la mano; si me empezaba a poner pesadito o muy intenso, me empezaba a soltar, y cuando ya era una güeva perfecta, me soltaba la mano.

Empecé a aprender en qué momento me iba a soltar la mano y cambiaba de tema o decía un albur o decía esto o decía aquello y volvía a sentir el apretón. Hasta las novelas le quedaban chicas.

Cuando mi hermano ya estaba muy metido, había que añadirle capítulos al mismo Salgari y resucitar al Corsario Negro. Hace 53 años que yo leía eso y aquí está en mi cabeza; recuerdo exactamente cómo comienza El Corsario Negro con esa escena en la que están recargados en la borda: “Y allá en el castillo de proa está el Corsario Negro con una nube de preocupación que cruza por su mente...” (a mí eso de la nube de preocupación que cruzaba por su mente se me hacía poca madre, en la escuela me recargaba a ver si me pasaba una nube de preocupación por la mente).

Pero fíjense lo que son las dualidades de esta vida, la maldición (como le decía mi madre) de la enfermedad de mi hermano me dio el dominio de la palabra, me dio la lectura, me dio el diálogo, me dio el manejo de las tensiones.

No me cuesta ningún trabajo hablar en público porque sigo hablando con mi hermano y siento otra vez cuándo me van a soltar la mano, a qué hora hay que cambiar, a qué hora hay que pasar a otro tema. Pero no es ninguna gracia: lo aprendí, lo entrené durante más de 20 años de mi vida. Cuando me dicen: “Escribe un artículo diario”, pues lo escribo, y me preguntan: “¿Y cómo le haces?” Respondo que sigo hablando con mi hermano.

Mi columna se llama Gaceta del Ángel: mi hermano se llamaba Ángel Dehesa y era un enviado de Dios, me trajo todos esos dones y derramó oro sobre mi cabeza y me llevé tiempo en entenderlo.

Ahora me pregunto: ¿qué sería de mí sin esa terrible “maldición” que por los pecados de mi padre había caído sobre nuestra familia? 

Cuando un médico me dijo: “Su mamá que piense lo que quiera, el problema de su hermano se llaman fórceps, para nacer le doblaron demasiado la cabeza, hubo un momento en que se quedó sin oxígeno el cerebro y ahí empezó todo el proceso de deterioro”.

Pues el castigo resultó un premio para mí, por lo menos, prodigioso. Mi manera de estar en el mundo es un modo de agradecer la existencia de mi hermano. Para que vean que todo tiene en la economía de la vida un sentido.

No opto ni por literatura ni por la vida sino trato de ir y venir de la literatura a la vida, de hacerme mejor lector en la medida en que vivo mejor y vivo más, y de hacerme mejor vividor en la medida en que la lectura ilumina mi vida. Sí hay disputa en mí, pero no muy fuerte. Si estoy leyendo un libro y me está fascinando y aparece mi hijo que quiere platicar conmigo, no me cuesta trabajo cerrar el libro y oírlo.
Eso sí lo he tenido que aprender: con los hijos más grandes fingía demencia, ni los daba por escuchados. Pero eso se aprende con los años.
Ahora sí entiendo que esas intimaciones de la vida no las puede uno posponer.

 

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