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1491 13 Enero 2014

 

ESTAMPAS DEL CONO SUR
Mis ligas con Chile
Víctor Orozco

Santiago de Chile.- Caminamos por los hermosos campos de la Universidad de Concepción y busco una placa conmemorativa de la cual tengo una vaga noticia. Por fin estamos frente a ella. Así dice: “Homenaje de la comunidad penquista a los estudiantes de la Universidad de Concepción víctimas de la dictadura militar 1973-1990.”

Luego está un verso de Pablo Neruda: “Aunque los pasos toquen mil años este sitio/no borrarán la sangre de los que aquí cayeron/Y no se extinguirá la hora en que caísteis,/aunque miles de voces crucen este silencio/La lluvia empapará las piedras de la plaza/pero no apagará vuestros nombres de fuego.” Enseguida, agrupados en las escuelas o facultades a las que pertenecieron se enlistan sesenta y seis nombres. Más adelante otra leyenda: “Hay que sacarse la rabia del cuerpo, arrancársela del pellejo y de los huesos, hay que transformarla en arma de victoria, en lanza inclemente contra la mentira, en adarga humana frente a la injusticia.” Suscriben el homenaje la Federación de Estudiantes de la Universidad de Concepción y la Agrupación Nacional de Estudiantes Sancionados.

Al igual que la generación anterior fue marcada por la derrota republicana en España y el ascenso del fascismo, la nuestra resintió profundamente la caída del gobierno de la Unidad Popular en Chile. El gobierno de Salvador Allende había concitado grandes esperanzas en la posibilidad de alcanzar la justicia social y la igualdad por la vía pacífica. Hacia 1973 y en los años siguientes, los universitarios mexicanos admirábamos la resistencia y los actos de heroísmo de los chilenos, en especial los de Concepción. Y nos producían una gran congoja los informes sobre nuevos caídos. Por aquella época, me iniciaba en escribir editoriales para la prensa diaria en el periódico Norte, de la ciudad de Chihuahua, que dirigía Don Luis Fuentes Saucedo. El 12 de septiembre de 1973, un día después del golpe de estado, publiqué el artículo “Salvador Allende, asesinado”, en el cual expresaba una firme confianza en que los fascistas no pasarían, haciendo eco de la consigna de La Pasionaria en Madrid. Recuerdo bien la circunstancia porque lo escribí en una celda de la Penitenciaria de Chihuahua, donde el gobierno me tenía preso a causa de mi participación en el movimiento universitario y popular de ese tiempo.

Un par de años después, nació mi segundo hijo y yo estudiaba una maestría en la UNAM. En alguno de los seminarios fui compañero de Isabel Allende, hija del presidente chileno, quien había recibido asilo político en México. Con el niño en los brazos, un día le dije: “Mira, te presento a este hombre, que se llama Salvador en honor a tu padre”. Editábamos entonces El Martillo y escribía en Punto Crítico, publicaciones donde se incluían con frecuencia textos sobre el debate en torno a la vía chilena al socialismo y a las formas de lucha contra las dictaduras. Son algunas de las razones por las cuales buscaba la placa en la Universidad de Concepción y también el monumento a Salvador Allende frente al Palacio de la Moneda, donde se suicidó, sin claudicar.

¿De dónde las naciones y las patrias?
A Europa se le concibe ahora como una vecindad, con un patio común y muchos residentes habitando departamentos con grados distintos de confort, mobiliario o equipamiento. Los vecinos pueden visitarse sin mayores restricciones y a veces hacer en la casa ajena lo que les está prohibido en la propia, como casarse con una persona del mismo sexo o suspender un embarazo no deseado. Las fronteras desde luego no han desaparecido, ni es probable que se esfumen en tiempos próximos o lejanos. Esta especie de condominio ha sido la resulta de siglos, durante los cuales, los pueblos europeos se desangraron en ciclos de guerras interminables. Quizá resurjan estas carnicerías, pero hasta hoy  han encontrado remedios para impedirlas, al menos en gran escala.

Asocio esta reflexión con las fronteras latinoamericanas, formado en una hilera para tramitar el cruce de Chile hacia la Argentina, cerca del paso llamado Cristo Redentor, ubicado en la espina de los Andes. Un oficial chileno recibe el pasaporte, lo sella y se lo pasa al argentino sentado unos centímetros enseguida, en la misma caseta, pero con diferente ventanilla, donde uno recoge el documento con la nueva autorización. Luego, en unas mesas chaparras los agentes aduanales argentinos revisan todo el equipaje. Se entretienen con una señora que ha batallado desde Santiago con una gran pantalla, a quien interrogan sobre la factura y el precio. Una hora después, ya estamos de nuevo en el micro, como le dicen los argentinos, o bus, como le llaman los chilenos. Bajamos por la pendiente oriental de la cordillera, larga y suave, a diferencia de los pronunciados “caracoles” del oeste.

Todas las naciones latinoamericanas se parecen. A donde uno vaya encuentra historias similares. Entre las que guardan mayores semejanzas se encuentran las del Cono Sur. Chile y Argentina en especial, reconocen por origen la misma rama del viejo tronco iberoamericano. El general José de San Martín es héroe-fundador de ambas naciones. Hábitos, modismos, actitudes comunes resaltan de inmediato a los ojos de un observador. Sin embargo, varias veces han estado estos pueblos a punto de irse a la guerra, conducidos por oligarcas, dictadores y militares buscadores de glorias. También, desde luego, de riquezas y privilegios.

¿Seremos los latinoamericanos capaces algún día de borrar los pasos fronterizos para constituir la Patria Grande a la que se refería Martí? ¿Podremos sacudirnos a los parásitos, nacionales y extranjeros que usufructuan el trabajo y los recursos de nuestras naciones, manteniéndolas separadas?

 

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