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1491 13 Enero 2014

 

La aventura de la ciudadanía
Claudio Tapia

Monterrey.- La idea de democracia está vinculada a nuestra existencia ciudadana por una simple razón: el proyecto de democracia es el espacio y resultado de la deliberación de los ciudadanos. Es por esto que para saber si lo que hoy llamamos “democracia” es una suplantación o burda aproximación del concepto original se hace necesario echarle un vistazo a la forma en que se inició la aventura de la ciudadanía.

 En Educación para la Ciudanía, sus autores, Carlos y Pedro Fernandez Liria con Luis Alegre Zahonero, nos dicen que entre todos los proyectos que ha emprendido el ser humano, la aventura de la ciudadanía ha sido la más arriesgada y la más sorprendente. Afirman que no es una exageración decir que toda nuestra existencia ciudadana está levantada sobre el reto formidable de una  misteriosa paradoja que plantean con claridad.

Así como la filosofía comenzó con el tropiezo de Tales, fue otro traspiés el que propició la aventura ciudadana, sólo que ahora lo cometió toda la comunidad. La democracia ateniense decidió condenar a muerte a un anciano ciudadano de 70 años, por preguntón. Se trató de Sócrates, que lo único que hacía era preguntar. Preguntaba para desarmar la argumentación y así alumbrar nuevas ideas (mayéutica). No tenía nada que enseñar porque nada sabía. Ayudaba a parir ideas claras y distintas.

Acusado formalmente de corromper a la juventud y de impiedad a los dioses (las democracias aparentes encuentran siempre la forma de condenar a muerte a quienes la cuestionan), Sócrates, que pudo escapar de la prisión vigilada por guardias que habían sido sobornados por uno de sus fieles seguidores, se negó a hacerlo y prefirió beber la cicuta. No podía sustraerse a la aplicación de las leyes en cuya elaboración había participado. Si la sentencia de muerte hubiera sido el capricho de un tirano a nadie hubiera sorprendido pero asombra por una razón: Atenas era una democracia, más aún, la ciudad se había convertido en referente de lo que hasta hoy entendemos por tal.

Ciro el Grande, rey de los persas, se refirió a los griegos diciendo: “ningún miedo tengo de esos hombres que tienen por costumbre dejar en el centro de sus ciudades un espacio vacío al que acuden todos los días para intentar engañarse unos a otros bajo juramento”. Y decía verdad –dejando de lado lo del intento de engaño– ese lugar (el ágora) era el espacio de la ciudanía. Espacio que estaba vacío porque no albergaba ni un trono ni un templo. Un espacio sin dioses ni reyes, sin tiranos ni déspotas, creado para discutir y aprobar las leyes que rigen la vida ciudadana. Un lugar sin amos ni siervos del que debía emanar la más alta autoridad: la ciudanía.

La igualdad en ese lugar no impedía que dentro del resto del tejido social, en los espacios de la vida privada, hubiera diferencias y estratos de supra o subordinación. Pero, en el momento en que los atenienses penetraban ese espacio vacío, se convertían en ciudadanos de un lugar público en el que todos eran iguales. Iguales para hacer lo que se hace en un espacio democrático: hablar, dialogar, argumentar, deliberar. En consecuencia, las leyes y reglas de convivencia privadas elaboradas mediante ese proceso, valían igual para todos porque se decidían en el espacio ciudadano y no provenían de una reunión de empresarios, banqueros, políticos, corporaciones trasnacionales, o impostores de la representación a su servicio, por ejemplo.

Pero como ese ideal democrático no se cumplía cabalmente, el preguntón de Sócrates se mostraba insatisfecho. Despreciaba a la ciudanía ateniense porque se había vuelto insuficientemente ciudadana. Le parecía, al decir de los autores mencionados, que para que el lugar estuviera suficientemente vacío tendría que ser el “lugar de cualquier otro” es decir, de la Razón o de la Libertad, algo más: “el lugar de nadie”.  

Sócrates provocaba a los ciudadanos a reflexionar sobre el hecho de que, si en verdad lo eran, las cosas no podían seguir igual. Sus preguntas clamaban por la existencia real de ese espacio vacío que Grecia había inventado para la historia de la humanidad. Su condena a muerte fue para acallar su voz y frenar las exigencias de ciudanía. El espacio vacío se había convertido en simulación y apariencia de la idea original.

Subsiste hasta nuestros días la paradoja del espacio vacío pero lleno, cuya contradicción condujo a la condena de Sócrates. ¿Cuál puede ser ese lugar que puede llenarse de ciudadanos sin dejar de estar vacío? ¿Cuál es ese espacio en el que habría que levantar la asamblea, el parlamento, la casa de la ley, la razón, la libertad, la ciudad?

¿Acaso nuestros recintos legislativos, vacíos de ciudadanía, llenos de adoradores del dogma neoliberal, plagados de obedientes impostores cuyos jefes pactaron reformas constitucionales instruidas y no resultado de una deliberación, no son justamente lo contrario del espacio ideal descrito?
Llenos de lo que debieran estar vacíos, y vacíos de lo que los debiera llenar, nuestros espacios legislativos son la cancelación de la aventura de la ciudadanía iniciada en Grecia.

Es abismal la diferencia entre el lugar de cualquier otro, el de la ciudanía, el de la Razón y de la Libertad, y el espacio de deliberación simulada en el que se “legisla” sobre pedido convirtiendo a todos en vasallos del autoritarismo y en rehenes de la uniformidad.

Veinticinco siglos después, seguimos atorados en el mismo dilema. No hemos resuelto la desconcertante paradoja. ¿Cuál Razón? ¿Qué Libertad? ¿Qué queda de ese espacio ateniense? ¿A qué estamos llamando democracia? ¿A qué ciudanía?

Debemos detenernos a reflexionar en esto aunque ya no exista un Sócrates que se atreva a preguntar. 

 

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