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1502 28 Enero 2014

 

Fulgor abstracto
Hugo L. del Río

Monterrey.- Escribió Borges: “Mi corona de papel la dejo en la percha”. Se fue José Emilio Pacheco, el último grande de nuestros poetas. “Morí antes de darme cuenta”, escribió en “Epitafio”, poema de dos líneas. Setenta y cuatro años de edad tenía este gigante de la palabra nacido en la ciudad de México. Vida vivida: José Emilio fue príncipe del ensayo y el periodismo; de la novela, la traducción y la ficción breve. Pero en poesía tenía la corona del rey.

Cosechó honores sin buscarlos; recibió una admiración, que nunca pretendió, por parte de millones y millones de amantes de la palabra. Intelectual y artista, sabía reírse de sí mismo: en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes, el Nobel de España, a José Emilio se le cayeron los pantalones al entrar al Aula Magna de la Universidad de Alcalá de Henares. “Parezco pingüino”, dijo; “olvidé la importancia de los tirantes”. El País, ciudadela del periodismo profesional, recogió el comentario de uno de los lectores: “Es un sabio bueno, como los de antes”.

Desinteresado de los reflectores de esa cosa tan efímera que llaman la fama, José Emilio, un tanto tímido, como la mayor parte de los mexicanos, supo desde muy joven que el arte no puede estar disociado de las contradicciones sociales. En Las batallas del desierto, una extraordinaria novela que su talento convirtió en un clásico moderno, nos describe al México de los años de la falsa sonrisa y la auténtica corrupción de Miguel Alemán: visión de Orwell: la ciudad capital aplastada bajo el peso del señorpresidencialismo: el primer Presidente civil, que llevaría a México por la senda de la justicia y el progreso.

La obra de José Emilio es una inteligente y furiosa denuncia de los crímenes y abusos del Poder. En el invierno de su vida sufrió el drama del México que estamos perdiendo, y estuvo presente en las filas de los ejércitos de mexicanos que peleamos –cada quien con sus armas y a su modo– por el patrimonio del petróleo y la dignidad de la República.  Son pocos los géneros de la poesía y la literatura que no trabajó. Nos regaló una estupenda narración gótica: “Tenga para que se entretenga” y, como el maestro que es, se negó al camino fácil de regalarle al lector la solución de lo imposible.

Estuvo con nosotros en aquel Excélsior de Julio Scherer que nos robó Echeverría, y fue uno de los fundadores de Proceso, la mejor revista de México que parimos entre lágrimas, rabia y esperanza. Precisamente en Proceso, José Emilio ratificó su estatura como periodista: su columna “Inventario” era un tesoro de enseñanza y reflexión que nos regalaba todas las semanas. El viernes escribió su último “Inventario” y murió pocas horas después. 

Todo lo intentó, todo lo hizo como maestro. Pero en la cima de la cordillera de sus letras clavó la bandera de la poesía. Los dioses hablan por la boca de los poetas, nos dijeron los filósofos de la antigua Atenas. La Edad de las Tinieblas es uno de los últimos poemarios de este coloso que ya burló al tiempo. Permanecerá entre nosotros y su viaje al Eterno Oriente –como decimos los masones– es una suerte de oximorón de la carne y el espíritu, la sangre y la tinta. Su bandera: “En la poesía, lo que no es excelente es despreciable”. Esto es también cierto de la vida. Con su “Alta traición”, despido al poeta que se queda conmigo:

“No amo a mi patria,
su fulgor abstracto es inasible;
pero aunque suene mal
daría la vida por diez lugares suyos,
cierta gente, puertos,
bosques de pinos, fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su Historia,
montañas
y tres o cuatro ríos”.

hugoldelrioiii@hotmail.com

 

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