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1621 14 Julio 2014

 

Ed Koch
Eloy Garza González

San Pedro Garza García.- Llegué a Nueva York el primero de enero del 2013 contemplando las banderas a media asta: había muerto en pleno uso de sus facultades mentales Edward Koch, el más carismático, eficiente e insoportable ex alcalde de la Big Apple. Tenía 88 años, medía casi dos metros y era tan emblemático de Manhattan como el Empire State o la Estatua de la Libertad: un símbolo neoyorkino de carne y hueso.

La primera vez que lo ví en televisión no fue en una entrevista de noticias ni en un debate político; fue actuando de sí mismo al lado de Sarah Jessica Parker en “Sex and the City”.

Koch era un judío broncudo oriundo de Bronx, que terminó sus estudios como abogado litigante hasta que fue electo líder distrital del partido demócrata para Greenwich Village. Su estrella en ascenso lo instaló en la alcaldía de Nueva York a mediados de los años setenta, cuando la ciudad estaba quebrada fiscalmente y se hundía en un marasmo de deuda pública (400 millones de dólares) y corrupción sin fondo, de droga en las calles y servicios públicos inservibles.

A pesar de estos “ligeros” inconvenientes, Ed Koch decía que ser alcalde de Nueva York era el mejor trabajo del mundo. Consiguió sacar del barranco a su ciudad con planeación urbana, rehabilitando más de 200 mil viviendas populares para mejorar las zonas urbanas más deprimidas y frenando la política clientelar de su propio partido.

Koch negoció directamente con las instituciones de crédito; no usó intermediarios ni mucho menos brokers. Tampoco era afecto a lavarse las manos, ni ambiguo en sus declaraciones ante la prensa, ni voluble en la toma de decisiones financieras y menos miedoso para pasar la sierra eléctrica en las cuentas públicas. Hojeo en la Barnes and Noble de la 5ª Avenida su autobiografía Mayor, de la editorial Simon & Schuster y doy con una frase que lo pinta de pies a cabeza: “No soy del tipo de personas que sufre de úlceras porque digo exactamente lo que pienso. Más bien soy del tipo de persona que le da úlcera a los demás”.

Si bien Ed Koch era de temperamento fuerte (“si me das un puñetazo, te lo devuelvo”), siempre fue leal con quienes lo sirvieron en sus sucesivas reelecciones. Cultivó la sabiduría superior de ser solidario: en cierta ocasión vio desde la ventana del Ayuntamiento una marcha de trabajadores en huelga que cruzaban el puente de Brooklyn. Sin dudarlo salió corriendo y se puso al frente de la manifestación coreando la consigna: “No dejaremos que estos tipos nos quieran arrodillar”.

Koch fue un maestro en la operación territorial; un político callejero, de barriada y de contacto personal con los vecinos: cada viernes lo destinaba a visitar uno por uno los barrios y charlar con los peatones en la salida de los subways, en las esquinas de Brooklyn, en los cafés de Harlem; en las peluquerías de Queens y a bocajarro les preguntaba: “How´m I doing?” (¿cómo lo estoy haciendo?). Koch se la rifaba solo, sin guaruras, ni equipos de seguridad. Nueva York era entonces una olla de presión con más de 8 millones de seres humanos hirviendo adentro.

Como cualquier mente despierta, Koch era aficionado a valerse de ingeniosas bromas para restarle peso a las críticas (en hebreo se le llama “chutzpah” a esa habilidad) y cultivaba varias aficiones: uno de ellos fue el cine. Otro fue la gastronomía (era un excelente chef). Otro fueron las obras de Broadway (que lo inmortalizaron con la puesta en escena de un musical con pasajes de su trayectoria política).

Otra afición suya fue vivir en solitario: era un ermitaño en su residencia y en su despacho del City Hall hasta que un infarto fulminante lo sacó del barullo de Nueva York y lo fue a depositar a tres metros bajo tierra en la Trinity Church del norte de Manhattan, a media cuadra del metro. En su obituario, el Times publicó que le sobrevivían una hermana y “la ciudad de Nueva York”.

 

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