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1637 5 Agosto 2014

 

La delación como una de las bellas artes
Eloy Garza González

San Pedro Garza García.- En nuestro idioma no existe un término equivalente a whistleblower. Su traducción más cercana del inglés sería “alertador”, es decir, quien abre al conocimiento general las amenazas en contra del interés público por parte de una organización a la cual el propio alertador pertenece. Su propósito es ético; su carácter es épico.


El origen del vocablo proviene de los oficiales de la policía británica que soplan sus silbatos para avisar de un delito descubierto in fraganti. Para descalificar esta práctica sus detractores usan como su sinónimo “delator”, o “soplón”, de clara extracción castrense.

En México no existe la práctica tan común en el mundo anglosajón de ventilar información reservada a un ámbito restringido por parte de un miembro de la propia organización. Aquí un delator es un traidor.

Nadie entre nosotros aceptaría con orgullo ser considerado un delator. La opinión pública sería tajante con él: “lo hizo por dinero”, “porque lo iban a correr”, “por envidioso”, “por protagónico”. Hemos tenido casos contados en la historia reciente, pero todos, sin excepción, han pasado al olvido, incluso los nombres de los delatores protagonistas.


Por eso en México se sustituya la práctica del whistleblower por el ejercicio del informante anónimo a los medios de comunicación. Y en muchos casos, la delación consiste en “pasar el chisme”.


Ciertas columnas periodísticas se convierten entonces en las cartas envenenadas que un político envía a otro político: suelen ser su correa de transmisión para atentar en contra de la reputación del contrario.


Son seguidores folclóricos de la frase del Cardenal Richelieu: “Denme seis líneas escritas por la mano del hombres más honesto, y yo encontraré algo para hacerlo ahorcar”.

 

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