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1666 15 Septiembre 2014

 

 

¿Con Hidalgo o con Iturbide?
Víctor Orozco

Chihuahua.- Pocos entre los héroes mexicanos y menos aún entre los tenidos por padres fundadores de patrias en el mundo, han enfrentado opositores más poderosos a su ingreso en el panteón nacional que Miguel Hidalgo y Costilla. Durante el primer medio siglo de vida independiente de México, Hidalgo fue a la vez el padre indiscutido de la nueva Patria para unos y el infame traidor representante de la canalla para otros.

Dos representativos ejemplos de estas posturas extremas pueden leerse en el famoso discurso de Ignacio Ramírez en la Alameda Central de la ciudad de México, el 16 de septiembre de 1861 y en una carta de los principales obispos del país al Papa tres años después. El primero, después de cavilar sobre la identidad de los mexicanos y proclamar su origen en el mestizaje, concluía enfático:  “…nosotros venimos del pueblo de Dolores, descendemos de Hidalgo y nacimos luchando, como nuestro padre, por los símbolos de la emancipación…”.

Los altos prelados de la Iglesia, en cambio, afirmaban: “…Dolores, en donde se levantó el cura Hidalgo… dando su nombre a una revolución la más inmoral, sangrienta, asoladora, desastrosa e infernal que jamás hubo…”.  Unos años antes, en 1851, en términos parecidos se pronunciaba Luigi Clementi, el delegado apostólico:  “…el pueblo de Dolores… donde el famoso párroco Hidalgo de funesta memoria proclamó la independencia…donde se abre para esta desventurada nación una fuente inmensa de dolores y de lágrimas..”. Igual escribía Lucas Alamán en 1849, refiriéndose a la celebración del 16 de septiembre: “…el congreso… ha presentado a la nación como modelo plausible, lo que no debe ser sino objeto de horror y de reprobación…”

¿Por qué el encono de esta pugna en torno de los símbolos nacionales? No sucedió lo mismo en Estados Unidos, con Washington y los otros protagonistas de la revolución, quienes fueron de inmediato reconocidos universalmente, ni en Argentina con José de San Martín, o en Chile con  Bernardo O'Higgins, o en Venezuela y Colombia con Simón Bolívar. Aquí en cambio, los caudillos insurgentes fueron durante largos años héroes o bandidos.

La explicación viene, según me parece, de las implicaciones que tiene el  fincar los orígenes de la nación  en una revolución social, como la comenzada en Dolores y que tanto inspiraba a los liberales o en un operativo clerical-militar como el fraguado en la iglesia de La Profesa en 1821, faro de los conservadores y que desembocó en el efímero imperio de Agustín de Iturbide. La primera, llevaba en su despliegue histórico todas las semillas de las emancipaciones: económicas, políticas y culturales. Igualmente, los signos de la igualdad y la libertad. Con el tiempo se asoció a un programa cuyos horizontes fueron el nacionalismo, la independencia, el antimilitarismo, la república, la federación, la supresión de los fueros, la libertad de cultos, la fragmentación y distribución de la propiedad territorial, la educación libre y laica.

Por eso, Ignacio L Vallarta, quien se consagró como la eminencia jurídica del siglo XIX, explicaba  en 1858 –en plena Guerra de Reforma–, la continuidad entre los cambios propugnados por los liberales y el movimiento comenzado en 1810: “… la revolución que hoy trabaja a nuestra Patria no es más que el complemento de la que Hidalgo inició en Dolores…”.

El partido conservador en cambio, ponía los títulos primordiales de la nación en una maniobra de alta política, merced a la cual se buscaba una nueva versión colonial para esquivar los efectos democratizadores e igualitarios de la revolución liberal española de 1820. Esta matriz, se vinculó a los proyectos monárquicos, la restauración de la colonia, la religión única, la conservación de la gran propiedad civil y de las corporaciones confesionales, los fueros de eclesiásticos y militares, la educación religiosa.

Los dos personajes –naturales, digamos– que encarnaron esta confrontación fueron Miguel Hidalgo y Agustín de Iturbide y las dos fechas, el 16 de septiembre de 1810 y el 27 del mismo mes de 1821, en que entró el ejército trigarante a la ciudad de México. Cada aniversario, se ejecutaban sendas ceremonias, con los participantes de un lado mostrando los dientes a los del otro, cuando no se resolvía el asunto a cañonazos.

El nombre de Hidalgo cobró muy rápidamente una enorme popularidad en todo el territorio de la nueva República por dos razones: primero por la notoria raigambre popular del movimiento que encabezó, radicalmente distinto a las maquinaciones palaciegas y militares de Iturbide y sus amigos y segundo, porque de la lucha emprendida por los insurgentes se derivaban unas seguras señas de identidad para los habitantes de la flamante nación. Por eso, el reconocimiento que hizo el congreso general, contra viento y marea, como héroes nacionales a Hidalgo, Morelos, Allende y los demás dirigentes de 1810, se propagó como reguero en todo el país. La legislatura de Chihuahua, por ejemplo, decidió sustituir los nombres de los antiguos pueblos coloniales con los de los nuevos próceres y así, antiguos san fulano o san mengano, pasaron a llamarse Hidalgo, Allende, Aldama, Balleza, Galeana. Por cierto, ejemplo del cual renegó otra legislatura reciente, de los tiempos del gobernador Fernando Baeza, quien devolvió la nomenclatura colonial a General Trías y a Riva Palacio, apellidos identificados con la cultura y las luchas históricas de los mexicanos.

Este mismo gentilicio, llegó a la mayoría por decreto, pero, ¿qué más daba?, ya los ansiosos de tener una identidad propia de la que carecieron por trescientos años, vivían en un nuevo país que se denominaba México y además tenían otros linajes menores: veracruzanos, chihuahuenses, michoacanos… ¿Y quién podía representar mejor a los fundadores de la nueva Patria, que aquellos que combatieron y murieron durante la prolongada guerra de independencia?

A los dirigentes y pensadores liberales, les quedaba muy claro que el triunfo de los persistentes empeños de los ideólogos conservadores como Lucas Alamán y los altos jerarcas de la Iglesia en desbancar a los insurgentes del panteón cívico, sería una especie de detonante que provocaría una ruptura o discontinuidad en el proceso para construir a la nación. Uno de estos líderes intelectuales como lo fue Francisco Zarco, quien insistía en una idea nítida: “…el partido que levanta osado la bandera de Hidalgo... porque este partido es la nación.” No sólo eso, la restauración colonial deparaba la peor de las suertes para la mayoría: a los indígenas la perpetuación de la servidumbre, a las antiguas castas, el retorno a la esclavitud. A los mestizos conformados ahora por rancheros, artesanos, comerciantes, gambusinos, profesores, abogados, arrieros, burócratas, funcionarios públicos, ¿que podía ofrecerles un proyecto restaurador del viejo régimen?: la opresión económica, la cancelación de libertades y de nuevo la guerrilla y el monte. Por eso no podían consentir en cancelar el proyecto nacional, que se realizaría en el marco de las instituciones republicanas o perecería

El estadista Benito Juárez por su parte, entendió muy bien la importancia de preservar la figura de Miguel Hidalgo en la memoria colectiva, como uno de los medios para dotar de un suelo histórico firme a la lucha contra los privilegios y por la independencia que encabezaba. Es la razón por la que en las peores condiciones se aferró a conmemorar el aniversario, como ocurrió el 16 de septiembre de 1864 en la Hacienda de El Sobaco, Durango, donde Guillermo Prieto pronunció una brillante pieza oratoria ante un magro cuadro de concurrentes que “…se componía del Gobierno, de la escasa cuanto leal comitiva que le ha acompañado, de los soldados del Batallón de Guanajuato y del Cuerpo de Carabineros a Caballo, fiel escolta del Supremo Magistrado de la Nación y de los sencillos habitantes de la hacienda”, según reseña de José María Iglesias. Una escena similar se produjo un año después en la Villa del Paso del Norte, a la vera del río Bravo, en la orilla del territorio nacional, donde de nuevo el presidente encabezó el solemne acto de celebración en condiciones más que precarias.

No fue sino hasta el triunfo definitivo del partido liberal, con la restauración de la República en 1867, que los restos de Miguel Hidalgo pudieron descansar en paz, hasta donde se puede imaginar el sosiego en una personalidad como la del cura insurreccionado contra las viejas instituciones y tan enamorado de la música, del teatro, de la lectura de autores permitidos y prohibidos, de las mujeres; en suma, de la vida.

Gradualmente sus opositores arriaron banderas y terminaron por aceptar que le correspondía la gloria legítima de ser investido simbólicamente como padre de la Patria.

 

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