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1692 21 Octubre 2014

 

 

Las masacres y la responsabilidad política
Ernesto Hernández Norzagaray

 

Mazatlán.- Si tuviéramos que distinguir entre los distintos tipos de responsabilidades que concurren en los crímenes y desapariciones de Tlatlaya e Iguala, habría que destacar los institucionales, que tienen que ver con el Presidente de la República y el sistema de seguridad del Estado mexicano, por su obligación de garantizar la protección de los ciudadanos y salvaguardar los derechos humanos en la aplicación de la ley.

Las políticas que tienen que ver principalmente con los gobernadores del estado de México y Guerrero, que estarían obligados a evitar que haya poderes alternos en sus territorios; y las legales penales que involucran directamente al presidente municipal de Iguala.

Sin embargo, en nuestro país las responsabilidades no existen en nuestro andamiaje jurídico y los  funcionarios sean electos o por encargo las evaden, como hoy lo hacen Carlos Navarrete, Presidente del CEN del PRD y Ángel Aguirre, gobernador del estado de Guerrero; uno condicionando su renuncia a la de los gobernadores priistas del estado de México y Tamaulipas y el otro “a que se lo pida el pueblo de Guerrero”.

Casos
Así, los ciudadanos hemos sido testigos, de cómo empleados públicos que notoriamente tienen responsabilidades directas o indirectas en casos escandalosos le dan la vuelta para quedar donde mismo.

Allí están los funcionarios involucrados en la tragedia de la Guardería ABC de Hermosillo, que pese a la presión que han ejercido los padres y los familiares durante años, esta ha sido insuficiente para inhabilitarlos en el desempeño de cargos públicos o partidarios y muchos menos procesarlos por la muerte de los 49 y 76 niños con graves lesiones físicas y psicológicas.

También están las decenas de miles de homicidios dolosos, que dejó la “guerra contra el narco” del gobierno de Felipe Calderón, entre ellos los muertos de los llamados daños colaterales, propio de países en guerra y aún en ellos, queda la reserva si estos son o no crímenes de lesa humanidad.

En las masacres de Tlatlaya e Iguala la situación no es diferente, o es más grave, pues si en el anterior caso el argumento exculpatorio calderonista fue que la mayoría de los fallecidos en esa guerra interna eran miembros de organizaciones criminales y con ese argumento se cerró cualquier averiguación de fondo, en estos casos es más grave porque está documentado que en uno intervino el ejército y en el otro la policía municipal, y todavía más cuando esta última operaba como brazo armado del grupo criminal Guerreros Unidos.

Quizá por esa misma razón, los miembros de esta organización criminal exigen que se liberen a los policías detenidos luego de la muerte de los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, so amenaza a las instituciones del Estado Mexicano de que si no se obedece la orden, “la guerra apenas empieza”.

Instituciones democráticas
El ejército y la policía son instituciones públicas y sus miembros no se pueden comportar de la misma manera que lo hace un grupo criminal; su actuación está delimitada en leyes, reglamentos y protocolos, nunca como parece que sucedió, que habrían recibido órdenes para detener, desaparecer y asesinar.

Y justo aquí es donde se sitúa la discusión de fondo que tiene que ver con la llamada responsabilidad política, un pilar fundamental en las democracias consolidadas y que en democracias débiles como la mexicana, es un tema en el mejor de los casos, estrictamente académico. Materia sobre el deber ser en democracia o dicho de otra manera, de lo que debiera ser el comportamiento de los políticos que detentan un cargo de elección popular, o por quienes teniendo poder representativo encargan a otras personas áreas de la administración pública.

Mientras en el sistema político anglosajón la figura de la accountability es un asunto institucional y la separación del cargo público por incurrir en irresponsabilidad es un asunto de cultura política, nadie parece escapar de ello so riesgo de ser exhibido como tal por sus actos o de sus subalternos, y en sociedades donde el ciudadano castiga con el voto, puede ser el final de una carrera política.

Así, en los momentos aciagos que vive hoy la República, donde se pone de manifiesto la complicidad de la delincuencia con políticos y la omisión de poderes, es cuando vemos la necesidad de esta figura y sobre todo de una nueva cultura de la responsabilidad política.

La ausencia de ella exhibe uno de los vacíos mayores de nuestra singular democracia. Nadie se siente responsable de sus excesos y mucho menos asumen sus costos y todo parece dirimirse en alegatos mediáticos y en el mejor de los casos, las responsabilidades recaen en los mandos medios y bajos que ejecutaron órdenes superiores.

La llamada “obediencia debida” una práctica de triste memoria en los regímenes militares tuvo consecuencias tremendas en los países del cono sur. Bajo ella un jefe militar o policial podía disponer de la vida de decenas de personas bajo la máxima porfirista, ¡Primero mátese, luego averíguese!  
Los políticos que no rinden cuentas de sus actos y vuelven a ser postulados por sus partidos han permitido lo que estamos viendo y era vox populi, la interferencia de criminales en los asuntos de gobierno.

Y no es la primera vez. Ha sucedido en las campañas electorales promoviendo o inhibiendo el voto para algún candidato o partido y luego estos grupos criminales se adueñan de la plaza sometiendo al poder político.

Es lo que Edgardo Buscaglia, investigador de la Universidad de Columbia, llama “pacto de impunidad”, que consiste en un acuerdo tácito entre la clase política para garantizar cotos de dominio.

De ahí que el Presidente, salvo en situaciones excepcionales, interviene en el área de influencia de un gobernador, igual sucede con el gobernador, quien salvo cuando hay intereses estatales busca no meterse con los presidentes municipales.

El argumento es el federalismo y la separación de poderes, como también la autonomía municipal, pero esto es el discurso oficial que choca, como ahora lo vemos en los casos mencionados, con las prácticas reales de los niveles de gobierno, su omisión ante la desmesura y el horror, el “dejar hacer, dejar pasar”, aun cuando se vaya por el caño la ley, la gobernabilidad, y en el caso de Guerrero, la imagen virtual de un estado que se vende como tierra de oportunidades, tradiciones, glamur, gozo.

No hay responsabilidad política y como vemos en el caso del Presidente Municipal de Iguala, ni responsabilidades penales sobre quien existe la presunción de pertenencia a un grupo del crimen organizado y/o protector para que aquéllos actúen contra la sociedad guerrerense.

Si a este nivel de evidencia, y con las fosas todavía abiertas, no sabemos luego de varias semanas quiénes son los responsables materiales e intelectuales, entonces esto empieza a oler al humo de la impunidad.

Y ahí, no hay culpables.

 

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