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1734 18 Diciembre 2014

 

 

La cocinera rusa y los hijos de Stalin (II y último)
Eloy Garza González

 

San Pedro Garza García.- “Ya descubrí por qué renunció Masha, la cocinera rusa”, les dije a mis dos socios del restaurante. Como cada martes, nos sentábamos a tomar café en la terraza del local y a revisar los balances financieros. Ese día corría un viento frío en Monterrey y yo me sentía helado, como si estuviera en la Plaza Roja de Moscú. Con la edad uno comienza a sobrellevar mal las temperaturas bajas y en invierno hay que ponerse ropa interior térmica y dormir con calcetines de lana, como viejito.

“¿Y por qué crees que lo hizo?”, me preguntó Ramiro u Óscar. Le respondí que la clave de su renuncia estaba en la novela rusa Corazón de perro, escrita por Mijaíl Bulgákov, en 1924, pero inédita por más de 40 años. La trama es satírica: un endocrinólogo ruso, de nombre impronunciable, recoge un perro callejero y le implanta la hipófisis y los testículos del cadáver de un maleante. El experimento genético resulta un éxito, porque en un par de semanas el perro adquiere rasgos y comportamiento humano: se para y habla. Sin embargo, este humanoide no deja de ser un engendro repulsivo que casi se vuelve militante bolchevique y se vale de su fuerza bruta para rivalizar con el endocrinólogo, su propio creador.

Mis socios protestaron: “¿Y qué tiene que ver eso con la renuncia de Masha?” Tardé en contestarles, porque el frío me entumecía el cuerpo y la ropa interior térmica no me cubría ni madres. Además, la conexión entre ambos temas no era simple. Corazón de perro satiriza los experimentos de Stalin para crear al Hombre Nuevo. Manipular las leyes de la naturaleza era tan malo como imponer por decreto un nuevo sistema burocrático. El resultado de laboratorio era el mismo: engendros repulsivos, mitad perros, mitad seres humanos.

Del experimento soviético, que duró décadas, hubo pueblos que se llevaron la peor parte. Uno de ellos fue Vladivostok, ciudad natal de Masha. Por vivir en una zona militar secreta, generaciones enteras de esa región aguantaron a duras penas un encierro asfixiante, una burocracia enrevesada y kafkiana, colas largísimas para recibir alimentos básicos, gestiones eternas para trámites menores, complejidad en vez de sentido común y la obligación de agradecer servilmente al Kremlin por convertirlos en Hombres Nuevos.

Hasta que el experimento soviético se disolvió en 1991, la gente de Vladivostok pudo salir del laberinto burocrático. Pero en adelante nadie quiso sufrir más enredos por el resto de su vida. Entonces afloraron otro tipo de problemas sociales. Mi amigo Pavel Shirinov me explica que muchos vecinos recurrieron al dinero fácil, droga, prostitución y creció un sistema económico básico, elemental, casi de trueque: te doy una pertenencia mía a cambio de otra tuya. Por eso Vladivostok es alérgica a las complicaciones: para tomar cualquier decisión, individual o colectiva, allá se elige la línea recta.

En Monterrey, Masha era feliz sin socializar, preparando recetas simples. Y como buena nieta de muchas víctimas de Stalin y sus bolcheviques, le causaba repulsión someterse a la autoridad superior. Por eso ignoraba las órdenes de nuestro chef italiano. Finalmente, cuando le pedí que preparara una muestra gastronómica, con platillos de alta cocina de Vladivostok, su alma sencilla se rebeló. No quería dificultades. Apenas reflexionó algunas horas y se fue para siempre.

Terminé mi explicación temblando de frío, aunque sospeché que mis socios del restaurante no compartieron mis razonamientos sobre la renuncia de la cocinera. Indiferentes, siguieron tomando café. No sé por qué recordé un consejo del endocrinólogo, personaje principal de la novela Corazón de Perro:“si te preocupa la digestión, a la hora del almuerzo no hables de los bolcheviques”.

Dije antes que no volví a ver a Masha y no soy fiel a la verdad. Hace días, conduciendo mi carro, frené en un crucero esperando la luz verde del semáforo. A pocos metros se detuvo una motocicleta de repartidor de pizza, con dos tripulantes a bordo. El de atrás era mujer. La reconocí en el acto, pequeñita y encorvada, la filipina grande. Ya no usaba la gorra con orejeras, parecida a una ushanka.

Cuando levantó la visera de su casco aparecieron las pecas del rostro. La escuché o imaginé que me decía en su pésimo español: “nada que sea complicado vale la pena, nada que sea enredado, nada que te haga la vida más negra de lo que de por sí es. Simplifica las cosas y listo. Esa piedad por ti mismo te dejará andar por el mundo en paz”.

 

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