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1755 16 Enero 2014

 

 

Slim y los mantenidos del poder político
Eloy Garza González

 

San Pedro Garza García.- Carlos Slim encabeza el monopolio telefónico en México, mediante complicidades y artimañas legales que le han generado una inmensa riqueza. Ahora se sabe que también controla buena parte del poder mediático global: a partir de antier es el principal accionista individual de The New York Times con 16.8 por ciento de las participaciones de ese periódico.

Sin embargo, su incalculable fortuna no engaña a nadie: Slim creció a merced del paternalismo del Estado mexicano y en su caso, de la descomposición del régimen post-revolucionario; desconoce las reglas del libre mercado.

En realidad, casi ninguna gran empresa mexicana de reciente creación, nació al margen del poder político. En México carecemos de la cultura de la innovación como hazaña individual. Aquí todo pasa por el tamiz gubernamental: el régimen subsidia a las empresas afines, les destina créditos blandos, las incuba con recursos públicos. Incluso se inventa a los empresarios “de moda sexenal”.

Muchos empresarios críticos del gobierno federal no tienen cara para denunciar que el poder del Estado no funciona y es inmoral. Se dicen seguidores del dogma libertario, de la tradición liberal clásica, de los economistas austriacos, de los derechos naturales, de lo que Adam Smith definió como “el sistema obvio y simple de la libertad natural”; se dicen defensores a ultranza de los derechos de propiedad y de la competencia abierta, pero ellos mismos son inmorales por solapadores.

Estos empresarios no quieren al Estado Asistencialista, ni la regulación de los negocios, ni la mínima invasión a la libertad personal y la privacidad, ni los impuestos. Pero han florecido sus negocios a la sombra de los contratos y licitaciones públicas, mecanismos amañados y corruptos del ya de por sí deformado gasto público.

Por eso en México lo que existe no es el libre laissez- faire, sino el mercantilismo cómplice con el gobierno corporativista. De ahí que la ola libertaria que barrería con el imperio telefónico de Slim, también se los llevaría de encuentro a ellos mismos, aspirantes hipócritas a monopolios comerciales y a la dependencia de la subvención estatal.

Este dato de su nuevo gran socio lo sabe la familia Sulzberger, dueña inicial de The New York Times, pero por convenenciera se lo calla: por más defensora que se diga de la libertad de prensa, al apellido Sulzberger le conviene ocultar el esqueleto de su inmoralidad en el fondo del armario.

 

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