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1799 19 Marzo 2015

 

 

Después de vivir en rojo
Jesús Ávila

 

A Artemio Benavides Hinojosa, Leticia Martínez Cárdenas y Agapito Renovado Zavala: en memoria.

 

Monterrey.- Buenos días a todos ustedes. En primer lugar queremos dejar constancia de gratitud al Rector de la Universidad Autónoma de Nuevo León, doctor Jesús Ancer Rodríguez, al secretario de Extensión y Cultura, licenciado Rogelio Villarreal Elizondo y al director de Publicaciones, Celso José Garza Acuña.

Por otra parte, sería a todas luces irresponsable e insensible, dejar pasar la ocasión sin rendir tributo al espléndido y señorial edificio, sede de este evento: el Colegio Civil, saludamos a todos los protagonistas que hicieron posible dignificar este histórico recinto. Enhorabuena por nuestra máxima Casa de Estudios y por nuestro entrañable Colegio Civil.

Por cierto, recuerdo la primera vez que arribé a esta centenaria institución educativa y cultural: fue en 1970; ese año acudí a presentar mi examen de admisión para ingresar a alguna preparatoria universitaria, que sería la legendaria Prepa 8.

Antes y también después de realizar este requisito, tuvimos que sortear innumerables obstáculos en frenética y agitada carrera para salvar la preciada cabellera de las hordas de prepos con vocación de comanches. El movimiento democrático universitario por la Reforma y Autonomía a fines de la paradigmática década de los 60’s e inicios de los 70’s, tuvo como trinchera y bastión este edificio, en ese entonces asiento de las preparatorias 1 y 3. La plaza del Colegio Civil fue durante muchos años centro de reunión de la disidencia social y política. Fue bautizada con el virtuoso título de La Plaza Roja por la dirigente comunista, Lucilda Pérez Salazar y el Dios Bola cómplice, guardó silencio complaciente ante el arrebato contestario.

Fueron épicas jornadas: ¡Años de furia!, resumió mi amigo el historiador Óscar Flores, pero también de esperanza y sueños libertarios con el que creíamos pronto advenimiento del alba roja: ¡En manos libres, siempre libros!, fue la consigna panfletaria que intentaba exorcizar a los demonios de la intolerancia y el autoritarismo.

Cuando ingresé al Archivo General del Estado, después de vivir en rojo vibrantemente una parte de nuestra existencia, allá por los setentas y principios de los ochentas de la centuria pasada, en las filas del proverbial e histórico partido de la utopía: el de la hoz y el martillo.

He de confesarles que nunca me vi en este estrado ni en una situación semejante, y esto lo decimos sin falsas poses de humildad, porque nunca nuestros afanes historicistas ni archivistas han estado orientados a la búsqueda compulsiva de fama ni de reflectores, porque lo modestamente realizado ha sido posible, gracias al generoso techo profesional y laboral del AGENL, institución a la que llegué de la mano de Irma Ponce Martínez, en el mítico y  orwelliano año de 1984, donde Leticia Martínez Cárdenas nos abrió las puertas y desde allí, al lado de los colegas y amigos Héctor Jaime Treviño Villarreal y César Morado Macías, emprendimos múltiples cruzadas quijotescas y proyectos en que caminamos por la geografía política estatal y del país, no exento el camino de desencuentros y a veces de ásperos encontronazos, en aras de transformar, modernizar la realidad y cultura archivística en pro de la preservación y conservación de la memoria, por la salvaguarda del patrimonio documental de Nuevo León; además, de incontables batallas por la historia y su difusión.

Cuando algún colega me ha cuestionado cómo nació nuestro interés por la historia, respondo que en la muy temprana niñez; la escuela primaria a la que asistía, profesora Delfina L. Flores, en la Colonia Moderna, al nororiente de Monterrey, donde degusté los patrióticos desayunos escolares por veinte centavos de los de cobre; la escuela, el barrio donde vivía y nuestros padres, fuimos sacudidos por la estridente campaña demagógica orquestada en contra de los libros de texto gratuito. Los nobles propósitos del régimen lopezmateísta por intentar abatir el rezago educacional, con especial dedicatoria a la niñez de escasos recursos, se toparon de pronto con una singular atalaya montada en contra de lo que círculos prominentes conservadores consideraron como un gradual proceso de bolchevización de la niñez. Este acontecimiento quedó grabado en mi memoria y muchos años después escribí a propósito: ¡En Manos Libres, Siempre Libros!

Otro factor que influyó en mi gusto por la historia, fueron las interminables tertulias y veladas políticas, donde parroquianos y amigos de mis hermanos mayores, Luis y Antonio, en la tradicional peluquería del barrio de Magnolia 2069 –en la citada colonia– debatían jugando dominó, en una atmósfera cargada de humo y de ideas sobre Juárez, la Reforma y la Revolución Mexicana; Villa, Zapata, Lázaro Cárdenas y la omnipresente Revolución Cubana; ignoro cómo sufragaban con los modestos ingresos percibidos del corte y retoque de cabelleras, la revista Siempre!, que nunca faltó como lectura. Amenizaba al cotarro en sus candentes discusiones, la escucha con atención en un viejo radio Motorola, cerca de la medianoche, de la emisión en onda corta desde el Primer Territorio Libre de América Latina,señal trasmitida desde la Habana, Cuba. Por cierto, recuerdo que Fernando Garza, padre de la historiadora Valentina Garza, animaba las discusiones.

Luis, mi segundo padre, fue un recalcitrante jacobino, por la gracia de Dios, de espíritu justiciero, de un gran corazón, generoso, vocero –oficioso– en el barrio de la Revolución Cubana y del cardenismo de Lázaro. Murió en Houston, Texas en el año dos mil, a punto de jubilarse como trabajador en las vías ferroviarias de esa ciudad. Antonio aún ejerce el oficio, sin dejarse vencer por el cansancio y por el tiempo, sin claudicar del espíritu de aquella época, muchas veces acompañado de viejos amigos, en coloquio permanente, en la peluquería El Gol, o en alguna añosa taberna de raciones espléndidas de botana.

En la Secundaria Número 12, doctor Gabino Barreda, de mi admirada y ejemplar directora Ernestina Garza Reyna, mi profesor de Civismo, Heriberto Guajardo (primo por cierto, del secretario de Economía Ildefonso) terminó de moldear nuestra ya configurada vocación por la disciplina de la Historia, donde pasábamos revista a los temas candentes de la época, en el Año síntesis de la centuria, reflejo de todo un siglo: 1968; así como la muerte del Che Guevara, el 9 de octubre de 1967, en Bolivia, símbolo de rebeldía, de solidaridad y de altruismo. La juventud de los 60 y por muchos años se identificaría con el pensamiento del Che, el Mayo francés y los graffitis en los muros parisinos que reflejaban el espíritu de esta rebelión juvenil: Prohibido prohibir, Seamos realistas: ¡exijamos lo imposible!; la primavera de Praga y su aplastamiento por tropas y tanques soviéticos a nombre del Pacto de Varsovia: Para el Socialismo realmente existente no había lugar para un Socialismo de rostro humano, esencia de las reformas de Alexander Dubcek, jefe del gobierno checo y secretario general del Partido Comunista; las protestas por Vietnam, el movimiento hippie y el festival de Woodstock; el México de Tlaltelolco; esos asuntos, entre otros, constituían los contenidos académicos de mi clase de Civismo, entre 1967 y 1970.

En el fondo, la explicación de la inconformidad y las protestas que sacudieron a las universidades públicas y privadas consistía en el deseo de pensar de un modo diferente, las ganas de vivir de una manera distinta, la necesidad de discutir y [sobre todo] la voluntad de disentir.

Empero, el contexto de estas inquietudes fue la paradigmática e histórica década de los 60. Mis hijos Axel y Jéber no conocieron este periodo crucial, pero creo que quizás sus descendientes vivirán algún día una época mejor. A ellos y a mi esposa, Lucy González, les corresponde una gran porción del reconocimiento recibido.

Esta distinción inmerecida la recibo con gratitud y respeto a la UANL, nuestra Alma Mater y como una muestra de reconocer el trabajo discreto y (casi) anónimo de mis compañeros del Archivo General del Estado, en particular de su pie veterano. Mi gratitud por siempre al AGENL a Leticia Martínez Cárdenas, Artemio Benavides Hinojosa, Agapito Renovado Zavala, César Morado Macías, Héctor Jaime Treviño Villarreal; al maestro don Israel Cavazos Garza y al doctor Romeo Flores Caballero, quien procura colocar al Archivo más allá de los umbrales del Siglo XXI.

Gracias.

* Texto leído por el autor tras recibir un reconocimiento otorgado por la UANL, por sus 30 años de trabajo archivístico. Domingo 15 de marzo de 2015, Sala Zertuche del Colegio Civil, Monterrey.

 

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