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1815 10 Abril 2015

 

 

Nuevos rostros, viejas políticas
Eloy Garza González

 

San Pedro Garza García.- Hace muchos años publiqué un libro sobre don Gaspar de Guzmán, Conde-duque de Olivares. ¿Por qué investigué la vida de un funcionario monárquico español del siglo XVII, si el Conde–duque es una figura remota, de otra época, otras circunstancias, otro continente e incluso otra cosmología?

Quise saber qué sucede cuando una figura monárquica, dictatorial o autoritaria intenta reformar a medias el andamiaje del poder político. El Conde-duque buscó la gloria y acabó en un completo desastre: nadie como él simboliza a los cortesanos favoritos de los reyes, comúnmente nombrados “privados” o “validos” reales; nadie como él, al mismo tiempo, representa a los burócratas reformadores, incapaces de escapar del centro de gravedad que los limita y los somete, con lo que acaban por ser destituidos, humillados y ofendidos; desgracia que los lleva a volverse locos de remate.

Cuando don Gaspar de Guzmán fue nombrado Sumiller de Corps (o Gentil Hombre de Cámara) de Felipe IV, asumió el poder con dos frases irreconciliables. Por una parte dijo: “El presente estado en el que se hallan estos reinos es el peor en que se han visto jamás”. Por otra parte proclamó sin tibiezas: “ahora todo es mío”. No exageraba en ambos casos. Como pocos de sus contemporáneos, el Conde-Duque combinó en su persona la visión rancia del autoritarismo con la audacia del innovador. Consignó sus objetivos en la obra “Instrucción secreta o Gran Memorial”, fechada el 25 de diciembre de 1624, precursora de los actuales planes de gobierno.

En breve tiempo (1622) Olivares lanzó una serie de iniciativas para transformar las instituciones, reestructurar el aparato de gobierno y sanear las finanzas reales. Cuentan que dormía a duras penas cuatro horas y trabajaba las restantes. Con la idea de renovar la moral de la Corte y ganarse al pueblo, encarceló al antiguo favorito del rey, duque de Oceda y al virrey de Nápoles, duque de Osuna, acusándolos de malversación de fondos. Luego expidió un novedoso decreto, inventado por él, para que los burócratas presentaran en un lapso no menor a diez días su declaración patrimonial y de bienes, “porque la experiencia enseña que entran con poco y salen con mucho”.

También tuvo por primera vez en la historia la ocurrencia de recortar el personal de una Corte, crear comisiones de gobierno, implantar “una cosa extraña” que denominó servicio civil de carrera, capacitar élites profesionales en cada rama pública, idear mecanismos para estimular las pequeñas empresas y aplicar una severa reforma fiscal cobrando impuestos de 5 por ciento a los patrimonios superiores a dos mil ducados. ¿Le parecen conocidas al lector estas medidas?

Don Gaspar de Guzmán fracasó en todas ellas. Sus reformas disgustaron a los nobles castellanos, acostumbrados al patronazgo y a robar del presupuesto real, beneficiados por Felipe IV con mercedes y cargos públicos que luego heredaban a sus hijos. En pocos meses, el Conde-duque fue acusado de privilegiar a sus parientes y amigos cercanos, de malversar los recursos públicos que él mismo decía cuidar, de querer sustituir la oligarquía vigente por otra nacida de su obra y cuño y en suma, de no tomar en cuenta a la clase gobernante que también rodeaba al rey. ¡Tamaño desacato!

Para entonces, el reformador era víctima del repudio popular, “sin honra e infamado por todo el mundo”, como él mismo se describió. Huyó de Palacio y en lo sucesivo nadie volvió a mencionarlo. Sus enemigos se esmeraron en llevarlo a juicio y lincharlo moralmente. En los años posteriores se borró su nombre y se renegó de su obra. Las reformas impulsadas por él habían fracasado. ¿Por qué?

Porque, en el fondo, no pensaba modernizar el régimen sino revisar algunas cuantas instituciones, dejando intacta su naturaleza absolutista. En el pecado llevó la penitencia: la España de los Austria no volvió a levantar cabeza. Tampoco el Conde–duque, quien jamás consintió la mínima autocrítica y en su retiro en ciudad de Toro imprimió un librito titulado “Nicandro”, en el que negaba cualquier error personal y achacaba la responsabilidad de sus fracasos a la nobleza, que no quiso secundar sus planes reformistas. Pasó sus últimos años en el olvido, repitiéndose día y noche, sin dormir, una misma frase monótona: “estoy desengañado de lo poco que dura todo”. Murió enloquecido en 1643.

 

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