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1849 28 Mayo 2015

 

 

La mujer del hijo perdido
Eloy Garza González

 

San Pedro Garza García.- “¿No sabes dónde podría estar mi hijo? Tiene apagado el móvil. No ha regresado a casa desde ayer que salió”. Inbox con mi amiga de toda la vida. Domingo temprano.

Amaneció con lluvia ligera, de esas que humedecen cualquier entusiasmo. El clima abate los sentidos y derrite el optimismo. Deprime a los noctámbulos sensibles como uno. El día completo resolviendo sudokus. A últimas fechas, de campañas broncas y liviandades electorales, no queda más que ser sudokista consumado. Busco la lógica de los números en el rostro de mis vecinos, pero sólo les descubro algoritmos de fatalidad. Merecen una sacudida. La ciudad comparte el desamor de uno con su quietud y sus parques solitarios y sus contados caminantes que corren por la calle. La gente se ha ido a otra parte. Estamos solos, solos.

Noto preocupada a mi amiga. “Desconozco el paradero de tu hijo pero quítate la mortificación. Tiene 23 años”. Curiosa vida la de los jóvenes que eligen intoxicarse cada fin de semana. Son alcohólicos y drogadictos de agenda: viernes y sábado de desvelo. A veces los jueves. Si les preguntas cómo se divirtieron no sabrán decirte nada: todo lo olvidaron. Acaso se encontraron a buenos amigos. O amigas. Imposible recordarlo. Comienzan por descargar energía y acaban agudizando su ansiedad patológica. Un arco que comprende la misma madrugada. Vida sin significado, sin sentido, sin alegría verdadera. Y la madre cincuentona, protectora eterna de su cachorro mayor de edad. Una ruin codependencia.

“Le pregunté a otros amigos suyos. Tampoco saben nada”. Escribo en mi Mac con rapidez y casi sin errores gracias a la fuerza de la costumbre. La rutina engendra expertos. El teclado es una extensión de mis manos. Mando mensajes seguidos, mientras resuelvo el sudoku del día. Adivino el gesto contraído de mi amiga. Su mente privada, en otra parte; madre abnegada de última hora. No recuerdo donde leí sobre un término: adultescentes. Son esos jóvenes del siglo XXI que aún viven dependientes de sus padres. Adultos pero adolescentes al mismo tiempo. Se han recibido como profesionistas; son mayores de edad. Pero viven en la casa de papá, siguen pidiendo su domingo, no perciben ingresos propios, exigen su móvil, su iPhone 6. Salen a divertirse a los antros en el Audi de mamá, pero sin el compromiso de avisarle a qué horas volverán. Acumulan para sí decenas de derechos y ninguna obligación, más que la de desperdiciar neuronas, o quemarlas a golpe de whisky con Boost: un ataque masivo a las arterias y el corazón. Son los hijos de este siglo: indolentes, conformistas y parásitos.

“Eres desconsiderado. Yo con un hijo perdido y tú filosofías”. Reacciono bajo el impulso de responder como se merece a mi amiga. Por hablar de su hijo perdido en todos los sentidos. “Para mí la frivolidad es parir hijos, que luego no vas a educar bien”. La verdad es incómoda, pero se dice, no se piensa en silencio. “Te equivocas. Le he dado estudios, cuidados, una carrera, eso sin contar con un padre, porque bien sabes que me divorcié joven”.

Y entonces le escribo mi opinión sin reservas, sin sutilezas que rompan la cortesía tan delgada: “educaste a tu hijo para ser dependiente de ti, para vivir una libertad sin compromisos, para ser el hijo eterno de mamá”. Mi amiga se ha desconectado del Inbox; o simplemente suspendió la plática. Da lo mismo. Quedan muchos sudokus por resolver y muchos mensajes por enviar a nadie. Es la vida. Más tarde volverá a Facebook. Ella también es dependiente de sus amistades. Ella también es una adultescente.

 

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