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1947 13 Octubre 2015

 

 

Hasta que el cuerpo aguante
Eloy Garza González

 

San Pedro Garza García.- Dicen que la actual tendencia de la novela autobiográfica es la salvación de un género que se desbarranca en las fórmulas trilladas del best seller. El novelista se desnuda literariamente, en una especie de streptease emocional, y exhibe en viles cueros sus vivencias, sin afeites ni encubrimientos imaginativos.

Karl Ove Knausgard, el novelista noruego de moda, en vez de fantasear sobre sí mismo en sus seis novelas (o más bien en una sola novela titulada “Mi lucha”, dividida en seis volúmenes), deja en carne viva sus recuerdos de su padre disfuncional, del tedio que según él destilan su esposa y sus hijos; de la infancia, el sexo y los estorbos familiares que le coartan su derecho egoísta de escribir a todas horas y a costa de todo, como un poseso.

Karl Ove tiene exactamente mi edad, 46 años, pero luce más jodido que yo. Y lo peor es que apenas abre uno el primer volumen de esas memorias impúdicas (“La muerte del padre”), y ya nos topamos con una tesis detestable: el autor se queja de los esfuerzos que hacemos en la civilización occidental por mantener los cuerpos muertos fuera de nuestra vista. Los ocultamos en anfiteatros, en salas inaccesibles, en sótanos refrigerados o tapados con una sabana. “Durante la ceremonia funeraria están metidos en ataúdes cerrados, hasta que son enterrados o quemados en el horno”. El pobre de Karl Ove dice que no encuentra razón práctica que justifique este procedimiento.

Para el autor de este manifiesto del egocentrismo más descarado, lo ideal sería que los cadáveres se pasearan en camillas por los hospitales, que se trasladaran en taxi a la funeraria. Este aficionado a la tanatología más vil, plantea una pregunta falsamente profunda sobre el destino de un cadáver: “¿es mejor lo que le espera en la tumba sólo porque nosotros no lo vemos?” De manera que si el cadáver no estorba físicamente, no hay motivo alguno para tanta prisa. Así se daría más tiempo a los familiares del difunto para tenerlo consigo, para acariciar y besar al embalsamado, porque de otra manera, ejercemos el acto colectivo de represión que constituye “la reclusión de los muertos”.

Insisto: pobre de Karl Ove. Donde él ve represión social, uno ve sanidad no solamente orgánica, sino visual. El sistema que mantiene oculto a los muertos es una terapéutica de sanación familiar. La rapidez del rito funerario actual, aleja la excesiva morbosidad de la gente y la reinstala cuanto antes en el curso natural de las cosas del mundo: no es un compulsión malsana, sino un proceso que nos vuelve más civilizados. En Monterrey, por ejemplo, es práctica reciente que el difunto sea cremado cuanto antes, se le tribute una misa con la urna presente y en menos de una hora todos para su casa. Así de simple. La velación de uno o dos días como era lo tradicional, se está volviendo mal negocio para las Capillas del Carmen o las Benito M. Flores.

En mi caso, ese es el procedimiento que elegiría para mi velación. Además de una comida o cena posterior con mis deudos y mis amigos (y hasta conocidos que aprendiera a valorar en mi paso por el mundo); donde se abra una buen whisky, un buen tinto, y la charla discurra por otros temas imprevistos, para no acaparar forzadamente la atención de los presentes. De ser posible, pediré en carta abierta post mortem, que los comensales se lean al menos el primer volumen de la larga novela de Karl Ove y antes de que esparzan mis cenizas donde mejor se les antoje, critiquen a este novelista mórbido y apesadumbrado, por su afán de estropearnos la hermosa experiencia que significa estar vivos.        

 

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