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1990 11 Diciembre 2015

 

 

La tragedia de la señora Klein
Eloy Garza González

 

Monterrey.- Hace días me invitaron en la Ciudad de México a la develación de la placa del cierre de temporada de la obra de teatro “La Señora Klein”. La idea es montar el próximo año en el Centro Cultural Mandela este intenso drama psicológico del autor británico Nicholas Wright.

Hace muchos años intenté verla en Londres, pero me tope con el “sold out”, en la sala donde se montaba, y tampoco pude conseguir un boleto de última hora en el TKT"s de Leicester Square.

“La Señora Klein” no es una puesta en escena fácil de digerir, a pesar del éxito de público y crítica que recibió desde su estreno en el Círculo Teatral. Aborda la conflictiva relación de la precursora del psicoanálisis infantil Melanie Klein (interpretada magistralmente por Emoé de la Parra, quién también dirige), en Londres de 1934, con su hija Melitta Schmideberg (Paola Izquierdo) y su colega terapeuta, Paula Heimann (Alejandra Maldonado), los tres únicos personajes que ocupan el escenario.

El drama se desencadena cuando la señora Klein está a punto de viajar de su casa a Budapest para asistir al sepelio de su hijo Hans. Este joven, al igual que su hermana Melitta, sufrieron en carne propia la técnica psicoanalítica de su madre, terapia que probablemente lo orilló al suicidio, hecho que Melitta trata de restregarle en la cara a la señora Klein, mediante una carta escrita de su puño y letra.

Las teorías de la señora Klein son complejas y peligrosamente sofisticadas. Según ella, el niño se defiende de la depresión por dos vías: la defensa maníaca y la reparación. Si el niño maneja sus ansiedades depresivas adecuadamente mediante los deseos reparatorios (un proceso largo y tortuoso), crece su Yo. Si cede al dolor psíquico de su Yo, la actividad reparatoria vence sus defensas maníacas. Pero si estas últimas alcanzan una fuerte intensidad, se activan procesos que afectarán (acaso irreversiblemente) el desarrollo de su personalidad.

Klein sumía a sus pacientes, menores y adultos, en un ejercicio mental extremo desde la primera sesión: los inducía a enfrentarse a la interpretación profunda de su depresión, a pesar de que este tipo de terapias podían resultar en el incremento violento de la ansiedad, que para Klein no pasaba de ser un sufrimiento transitorio y necesario. Esta técnica, que apunta directamente a los estratos profundos del inconsciente y a la vida de fantasía del menor, la aplicó la señora Klein lo mismo a extraños que a sus propios hijos, quienes pagaron caro su papel de conejillos de Indias de su cruel y severa madre.

Las teorías de la señora Klein prosiguen hasta el detalle, la minucia y la tipificación de las emociones minúsculas del niño. Para los legos, la descripción de sus terapias suele ser tan farragosa que alejan al más estoico lector. Pero para una buena parte de los analistas actuales, Klein es una referencia sobre las motivaciones primitivas de ciertas conductas humanas, aunque la mayoría de sus teorías han tomado otras vertientes menos fundamentalistas.

Los problemas de la protagonista de esta obra dramática comienzan cuando superpone la teoría a la realidad, la terapia al afecto madre-hijo y la doctrina fría al amor por Hans y Melitta. Igual que en el caso de las ideologías políticas, su imposición férrea en las relaciones humanas empeora lo que propone corregir; es la enfermedad que cree ser su propia cura.

Si el hijo de Klein se suicidó a causa de una terapia psicoanalítica que sustituyó y (a la postre) anuló el cariño que merecía recibir de su madre, eso queda como hipótesis difícil de comprobar. Lo innegable es que esa madre represora, hostilmente fría, le restó resiliencia para sobrellevar los naturales embates de la vida.

Y de ese hurto de habilidades y destrezas de su hijo para vivir bien, sí fue culpable la señora Klein, quien sacrificó familia y estabilidad hogareña a su obstinado afán de ser la matriarca inclemente y autoritaria de una ideología que se creía la única forma legítima de psicoanálisis.

Pobres de sus hijos y pobre de ella, que hasta el final de la obra de Wright, parece asomar en su rostro pétreo la sombra de la duda y presentir el daño que infligió a sus familiares cercanos.

Esa fue la tragedia íntima que arrastró por el resto de sus días.

 

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