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2005 1 Enero 2015

 

 

Retorno al Hotel California
Eloy Garza González

 

Monterrey.- Me lo contó el propio gringo en una cantina de Tijuana. Tenía cuatro años de no verla. Lo citó en el aeropuerto de San José del Cabo. El gringo dejó a las dos hijas que tuvo con ella en su casa de San Diego y voló al extremo de la península de Baja California.

Le gustó que ella por fin entrara en razón y estuviera abstemia. Por eso la besó varias veces.

La vio vestida con un huipil y cargando una maleta, su belleza roída por su necedad de vivir en depresión. Ella le dio tres llaves: la de una vieja camioneta Ford, con el radiador averiado, la de su casa en San José y las de su antigua sumisión. Con las tres llaves el gringo volvió a tomar posesión de los dominios de ella. La acomodó en el asiento del copiloto y él se sentó frente al volante. “Tus hijas te extrañan”, le dijo con nostalgia.

Condujo por la carretera antigua. Bufaba la vieja Ford, prediciendo que tronaría pronto el radiador. El gringo le dio pormenores de sus dos hijas y de su nueva vida en San Diego. Ella solo callaba y lo besaba. Cuando habló, soltó de sus labios una súplica: “quiero pasar por el Hotel California, en el pueblo Todos Santos”.

El gringo hizo una mueca de disgusto. No era posible que creyera semejantes charlatanerías. Don Henley, el compositor de la canción “Hotel California”, de The Eagles, nunca se hospedó ahí, por lo que tampoco pudo inspirarse en esa construcción para componer el hito musical de 1976. Era pura leyenda urbana o marketing de los actuales dueños.

Ella insistió. El gringo aceptó pero comenzó a hostigarla con susurros; le recordó lo estúpida que siempre fue. Por fortuna, sus hijas, ya mayores de edad, no habían salido a la madre.

Llegaron al pueblo en la oscuridad del desierto. Podía ser el cielo o el infierno.

Entraron al hotel por los arcos del zaguán. Nadie los recibió. Sólo escucharon unas voces desde lejos. El gringo la dejó en el pórtico y se fue a componer el radiador de la vieja camioneta. Regresó por ella horas más tarde. Se había tomado entera una botella de mezcal y tenía sucio el huipil. Con un ademán de desdén le dijo: “vete, llévate la camioneta, mi maleta, todo lo mío y déjame en paz”.

El gringo le rogó una y otra vez; le recordó que sus hijas y él la querían,  pero se topó con un mismo muro de mezcal y silencio. Se fue del pueblo en la vieja camioneta y supo que ella pudo hacer la reservación en el Hotel California cuando quisiera, pero nunca más podría irse de ahí.

 

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