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2064 24 Marzo 2016

 

 

Terrorista
Eloy Garza González

 

Monterrey.- Cuando John Updike publicó su novela Terrorista, en 2006, la mayoría de los críticos literarios se burlaron de él. No fue una de sus obras más logradas. La tildaron de soporífera. El personaje principal, Ahmad, hijo de egipcio e irlandesa-americana, sin deberla ni temerla, se convierte en fundamentalista de la Yihad a la temprana edad de once años, en la pequeña ciudad de New Prospect, en New Jersey.

Hay un triángulo amoroso metido con calzador y una especie de tedio que ralentiza la trama.

Y lo peor: el terrorista en ciernes, el fundamentalista recién converso, da su paso al vacío sin una organización criminal que lo respalde, solo azuzado por el sheij Rachid, en la pequeña mezquita a donde asiste. No se menciona ni de refilón a Al Qaeda, y menos al naciente Estado Islámico (ISIS), creado justo el año en que se publicó la novela “fallida” de Updike, y que 8 años más tarde, controla un territorio más grande que Reino Unido, y enrola a miles de yihadistas del mundo entero para adiestrarlos en la guerra final contra Occidente.

Updike tenía razón: la formación mental de un fundamentalista de ISIS puede ser tediosa y aburrida como su propia novela. Al Estado Islámico no lo integran solo guerrilleros bien pertrechados oriundos de Siria e Irak. La carne de cañón de ISIS está en los países europeos. Son inmigrantes pobres, carentes de estudios, oficio o destino; son los deshechos importados, mal vistos por la civilización occidental, que remite a estos desharrapados a vivir en hacinamientos oprobiosos, en los barrios periféricos de las grandes urbes.

Como el personaje principal de Terrorista, la novela de Updike, viven una vida abúlica, sin esperanza. Frente a este existir desalentador, el fundamentalismo les otorga un refugio, un camino glorioso al Día del Juicio Final. Convertirse en partidarios del Estado Islámico (o más bien en devotos) implica integrarse a un califato de dimensiones invisibles, compuesto de células de mártires venerables, pocos de ellos verdaderos psicópatas o aventureros. Casi todos, seres humanos sin porvenir.

Por esa condición porosa y flexible, el Estado Islámico se vuelve un enemigo imposible de acorralar. Desde el más reciente atentado en París, el 13 de noviembre pasado, donde murieron más de 130 personas, se debió hacer frente común. Pero Francia decidió emprender su revancha a solas. Pésima estrategia. Esta división de sistemas de seguridad y espionaje de la Unión Europea fue una medida garrafal. En vez de integrarse, Europa se disgregó. De ahí las consecuencias del atentado en el aeropuerto de Zavantem y en la estación del metro Maelbeek, de Bruselas, en la calle de Loi, a escasos 300 metros de la Comisión Europea. Un mensaje con un profundo simbolismo que vulneró el corazón del Viejo Continente.

Era de esperarse. La guerra de ISIS no es en contra de Londres, Madrid o París. Es en contra de Occidente. Y por culpa de la pobreza y la cancelación de futuro para los inmigrantes, estamos cultivando el huevo de la serpiente. Una víbora de múltiples cabezas ya imposible de matar. Tendremos que vivir y dormir con ella: el terrorismo del Estado Islámico va para largo.

Los atentados estarán a la orden del día, así como la relación comercial con los cárteles de la droga (incluyendo el crimen organizado de México), que suministran a estas células las armas y municiones para destruir la civilización occidental.

John Updike no estaba equivocado.


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