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2090 29 Abril 2016

 

 

Día del niño
Joaquín Hurtado

 

Monterrey.- Mi sueño era crecer pronto y de grande trabajar de ingeniero. Un cúmulo de basura en el baldío era un tesoro para un niño tan ambicioso. La inmundicia es opulenta, la pepena fue capaz de hacer de la miseria un suntuoso palacio. El desplante arquitectónico de la vivienda de mi niñez recibió un título eufónico: El urraquero.

Parecía espejismo, una visión etérea, una estampa futurista. La desdicha trenzó divertidos andamios, dio alas a las paredes, funcionalizó la calamidad del techo agujerado, volvió glamorosa la chatarra. Un rin de bicicleta en la punta de una pértiga servía de antena radiofónica para mejorar la recepción de El Ojo de Vidrio, y servía de descanso para las urracas. De allí el nombre de la finquita.

Todo lo bueno tiene su lado óptimo. La prosperidad de la pobreza atrajo a los más fregados de nuestra familia. Sin previo aviso nos cayó la bola. El urraquero se llenó de visitas queridas. No había modo de ajustar a tantos. Las primas y tías se tumbaron en el único cuarto de la vivienda, área polivalente que servía para todo, desde sala de maternidad hasta capilla funeraria.

Era abril, víspera del día del niño. Me mandaron a dormir con los hombres en el patio, a ras de suelo, bajo la noche espléndida. Los rudos jornaleros me mimaban y arrullaban con chistes y canciones que sabían a hierba fresca, olían a estiércol. Cuando la tribu se apaciguó los perros también callaron, todos roncaban bajo el sereno. Los mosquitos suspiraban, atiborrados.

Yo permanecí con el ojo pelón, emocionado. Vi que de lo alto de la mata de plátano descendió una sombra. Me levanté quedito, la seguí. Murmullos. Mamá y abuela platicaban bien a gusto en las brasitas del fogón. Me acerqué a paso de lobo. Abuela contaba algo insólito. Quedé petrificado.

-En el penacho del platanar se figura una aparición, parece dañera.

Abuela prefería no dirigirle la palabra al ánima. Había que dejarla ser por ver qué negocios buscaba en casa. El primer canto del gallo es fatal para los espantos, evapora al mismo Satanás.

Se me ocurrió una idea temeraria. Fui y me eché a espiarla al pie del platanar. Un bulto se aproximó. Me engarruñé. Era Oso que venía a hacer de las aguas. El chorro era tan potente, tan profuso… La imagen de Oso me distrajo del plan original. El espectro del plátano podía esperar.

Al concluir su necesidad, extrañamente, Oso no se dirigió de vuelta al tenderete. Temprano, el hombretón me había dicho: “Le voy a dar algo muy especial por ser día del niño, algo nunca visto, pero se lo voy a entregar en otro lugar, nomás sígame.” Todos me hablaban de usted. Oso era el único que me traía regalos de la sierra. Me había cogido mucho aprecio. Siempre me daba pequeñas conchas fosilizadas. Reía con mis ocurrencias. Oso sabía cómo estimular y satisfacer mi precocidad científica. Conocía mis planes para la vida adulta.

A diferencia del campo, en la ciudad hay más luz. Más peligros. La luz es inapropiada para quienes necesitamos el favor de las tinieblas. Desde el urraquero Oso caminó hacia los linderos del barrio, allí donde uno es devorado por la maleza y se encuentran tesoros. Seguí a Oso. Al percatarse de mi presencia se detuvo, me esperó, tomó mi mano y nos metimos en el monte.

Un héroe nunca cancela ni desanda sus pasos, así le cueste la vida. Además, no había justificación para el viraje. Oso me repetía un mantra hipnótico conforme nos adentrábamos en la espesura: “Orita le doy la promesa”. Su voz temblaba. De pronto se detuvo.

Diez uñas paralizaron mi nuca, la espalda se me erizó, me dolía la panza de sentir tanto pavor. Unas manazas me engarrotaron, me aplastaron a las piernas de Oso. Oímos el llanto de una niña. Oso me tranquilizó: “Usté calmao, una aparición con la cara podrida está detrás suyo, no voltié por ná, por ná, ¿tá claro?”

Mis brazos no soltaban la cintura de Oso. Un revolotear de pellejos resecos nos rodeó, luego se esfumó entre risas. Oso me hizo besar una estaca bendita que empuñaba en su mano, me pidió jurar ante ella. “A naiden le cuente pa que naiden lo juzgue”. Regresamos al Urraquero antes del grito del primer gallo.

Dormí muy a gusto entre sus brazos. Mamá nos despertó para almorzar huevos de rancho. Abuela comentó: “Anda una cosa muy mala queriendo entrar en la casa, hay que rezar el rosario”. Oso y yo nos vimos en silencio, su estaca bendita aún palpitaba en mis labios.


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