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2211 17 Octubre 2016

 


Al maestro Avilés con cariño
Ernesto Hernández Norzagaray

 

Monterrey.- Aquella tarde del verano de 1983 estábamos en un aula del Posgrado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, y de pronto aparece en el umbral de la puerta el profesor de sociología de la literatura. Se trataba de René Avilés Fabila, que llegaba sonriente, como se haría costumbre en esas tardes veraniegas, y con una apariencia impecable de buen vestir.

Traje sastre azul, una corbata de seda roja, zapatos negros lustrosos y ningún cabello fuera de lugar. Era la viva imagen de una generación de profesores universitarios que enseñaban con la palabra, las razones, los gestos, el buen gusto y la apariencia.

Nadie se podría imaginar que ese personaje de aspecto elegante, sin excesos, que combinaba la academia con la literatura, militara en el desaparecido PCM (“el único partido donde milite”, escribiría no hace mucho en su denominada autobiografía procaz). Hombre afable y ocurrente como pocos, sin caer en la vulgaridad o el elogio fácil. Como buen escritor se le daban las anécdotas chispeantes haciendo agradables sus clases. Recuerdo dos de ellas.

La primera fue sobre la respuesta que dio a una pregunta de uno de sus discípulos, quien le interrogó sobre el porqué en su obra literaria nunca aparecían los campesinos viviendo en un país con millones de ellos. Y, con humor, respondió a esa pregunta sensata: “será porque el único campesino que conozco es el jardinero que va a casa una vez por mes a podar nuestro pequeño jardín”.

La otra apareció en medio de una charla sobre obras de escritores italianos. Creo que en esa clase comentábamos el Oficio de Vivir, de Cesare Pavese, quien escribió su obra en medio de los avatares de la guerra. Habló con humor de los italianos, reivindicando ese estereotipo que muchos tienen de ellos por chulos, hablantines y cobardes. Y, para ello recordaba una batalla, que no llegó a tal, entre nazis y partisanos italianos. Dijo: estando en el campo de batalla en la zona alpina, el responsable militar vio a lo lejos una colina desde donde descendían los alemanes cantando con tanques, jeeps y los soldados de a pie con balloneta calada en mano.

Entonces, el oficial a cargo de los soldados italianos, cuando estaban a una distancia razonable que animaba la lucha de cuerpo a cuerpo, llamó a sus soldados al grito de: ¡A las ballonetas! Y los italianos automáticamente volvieron sobre su andadura y se montaron en sus vehículos, ante el desconcierto del mandamás. Todos habían entendido ¡A las camionetas! Esa era su forma chispeante de enseñar literatura.

Quizá con excesos retóricos, pero una sencillez extraordinaria para llenar de imágenes la mente del hasta el más distraído e iletrado. Una técnica asombrosa de estimular los sentidos y pasar de los episodios de risa a la reflexión.

Y eso los alumnos se lo agradecíamos en un tiempo y en una facultad en extremo ideologizada. La lucha de clases era el modus vivendi de muchos de sus profesores y los que tenían fórmulas más elaboradas nos llevaban por los caminos escabrosos de la teoría de la dependencia, que distinguía a los sociólogos y politólogos brasileños. Sin olvidar el seminario El Capital, que dirigía Raúl Olmedo. Lejos del desparpajo aparente de Avilés Fabila.

René era de hombre sin dogmas y de matices. Cuando leímos algo de la literatura rusa, recuerdo que distinguía entre la literatura de la revolución (Mayakovsky, Gorky, Ostrovsky, Sholojov) y la literatura revolucionaria, la que innovaba las formas del lenguaje literario desde el simbolismo. En donde se encontraban los grandes del siglo de oro ruso: Tolstoi, Chejov, Dostoyevski, Pushkin. Y no menos relevante para Fabila eran el llamado siglo de plata o de la vanguardia: Pasternak, Esenin, Bely.

En fin, esas tardes que frecuentemente coincidía con lluvia pertinaz, fueron inolvidables, como el aroma a hierba del ambiente húmedo. Salíamos de clase con ganas de leer todo lo que ahí se referenciaba. Había despertado seguramente en algunos de los estudiantes ambiciones literarias o en el periodismo cultural, del que es un referente inevitable en su paso por los principales diarios de la capital del país.

Finalmente, no puedo dejar de recordar una tarde excepcional, cuando René llegó y nos dijo a los presentes que no habría clase porque nos íbamos al Instituto de Investigaciones Estéticas, en la antigua Torre de Humanidades, donde nos presentaría a alguien especial. Un gran poeta. Y ahí vamos con él, 10 o 12 estudiantes, entre ellos mi paisano y amigo Carlos Morg.

Subimos varios pisos hasta llegar a la puerta de uno de los despachos. Tocó y recibió un ¡adelante!, que desplegó un espacio amplio donde estaba un poeta llamado Rubén Bonifaz Nuño, un hombre igualmente afable, impecablemente vestido y una sonrisa que quizás solo tienen los sabios.

Hay que recordar que el poeta veracruzano era especialista en los clásicos griegos y el mejor poeta que haya dado México (Juan Gelman nos lo confió a José Ángel Leyva y a mí frente a una arrachera y una botella de vino en la Playa Norte de Mazatlán). El poeta había traducido al español a Catulo, Propercio, Virgilio, Ovidio, Píndaro, entre muchos otros clásicos, y tenía una gran obra hasta hoy poco conocida.

Pasamos una tarde emociones encontradas al tener a disposición nuestra a ese hombre que llegando a su despacho nos preguntó: “¿ustedes no coleccionan pitufos?” Su escritorio estaba lleno de ellos. Luego nos leyó y nos regaló un ejemplar de su poemario As de Oro que todavía conservo con su firma.

Salimos contentos y agradecidos con René, quien con ese acercamiento mostró su generosidad intelectual. Hoy que sé de su fallecimiento, me viene su imagen sonriente al cruzar aquel umbral y al lado del poeta de As de Oro, satisfecho de estar con nosotros.

Descanse en paz, el profesor generoso y de amplia cultura.

 

 

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