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2234 17 Noviembre 2016

 



La complacencia hacia Trump como diplomacia
Eloy Garza González

 

Monterrey.- La complacencia hacia Donald Trump domina buena parte de la opinión pública mexicana. Una disonancia cognitiva que consiste en normalizar lo anormal, volver familiar lo que está fuera de lo ordinario.

La complacencia por Donald Trump pasa por tres estadios bien diferenciados. El primero: “no es asunto nuestro”. El segundo: “los pesos y contrapesos del sistema político americano anularán a Trump”. El tercero: “una cosa es lo que prometió Trump como candidato y otra lo que hará como mandatario”.

La primera complacencia se basa en un error de perspectiva. Oponerse a la intolerancia (“todos los mexicanos son violadores y narcos”), el machismo, la xenofobia, la misoginia (“las mujeres son una mierda”) el  racismo, es asunto que nos compromete a todos, norteamericanos o mexicanos. La defensa de los Derechos Universales del Hombre no la frenan fronteras. Cuando el partido nacionalsocialista llegó pacífica y democráticamente al poder, Neville Chamberlain, Primer Ministro británico, soltó a su pueblo una frase reveladora: “Aceptemos a los nazis. Es cierto que dominarán al continente europeo, pero no es nuestro problema”. Donald Trump sí es nuestro problema.

Dicen que la administración de Obama deportó más indocumentados mexicanos que los tres millones que quiere expulsar Trump, apenas llegue a la Presidencia, el 20 de enero. Pero Obama lo hizo a lo largo de ocho años. ¿Qué hará México con tres millones de repatriados (casi toda el Área Metropolitana de Monterrey o la población de muchos entidades federativas) que arriben en unos cuantos meses, la mayoría de ellos con antecedentes penales? No cerremos los ojos: Trump ha elegido a los mexicanos como sus enemigos. El hecho de que lo recibiera el presidente Peña Nieto en Los Pinos (ya se vio) no le amansó sus peligrosas referencias simbólicas: los mexicanos le quitamos al pueblo americano sus empleos y hasta sus espacios vitales. No será con diplomacia como anestesiemos a la bestia. No será con gestos políticamente correctos como tranquilicemos a un intolerante de la más baja estofa.

La segunda complacencia peca de optimista. Como aspirante a la candidatura republicana, Trump era considerado “un mal chiste”. Luego ya como candidato prácticamente independiente venció un sistema electoral cuya complejidad volvía “imposible” el arribo presidencial de un intolerante. Ahora Trump gobernará un país bajo una mentalidad excluyente y con ánimo bélico. Pero de entrada no ha podido formar un mínimo equipo de transición que no esté conformado por sus propios hijos y dos locos de remate (uno de ellos abiertamente declarado  filonazi).

La tercera complacencia, que sueña diferenciar al candidato con el mandatario, es la de peor calaña. ¿Qué pasará cuando Trump esté obligado a tomar medidas impopulares?¿De qué manera responderá como gobernante cuando su nivel de aceptación popular esté en lo mínimos estadísticos? No hay intolerante que en estos casos no extreme su tentación autoritaria. Así lo dicta la historia de los últimos 300 años.

Quiere compararse a Donald Trump con Ronald Reagan. Otra falsedad. Reagan fue dirigente de uno de los sindicatos más complejos y demandantes de negociación: el Screeb Actors Guild. Esa fue la principal escuela política de Reagan. Después gobernó California durante ocho años, en los peores tiempos de la contracultura y las rebeliones estudiantiles. Y salió avante.

Cuando finalmente Reagan llegó a la Casa Blanca, lo hizo ya como político curtido y experimentado. Trump no ha gobernado nada. Carece de la mínima experiencia política, y no evita confrontar y atacar de frente al adversario o a sus propios socios o inversionistas. La administración pública no se aprende de buenas a primeras. No existen milagros.

Trump no será el primer ególatra, narcisista e intolerante que ocupe un importante cargo público; sin duda el más importante del mundo. Pero todos los gobernantes improvisados y extremistas como él terminan igual: destruyen lo que pisan antes de destruirse solos.

Si no alzamos la guardia, nos llevará de encuentro.

Populismo de derecha y obediencia popular
Casi todos los ciudadanos somos obedientes al poder político. Lo acatamos sin chistar. El sometimiento voluntario de los seres humanos a una línea de mando superior no tiene en principio una connotación negativa; así se forjan las “sociedades administradas” (Max Horkheimer).

¿Pero qué pasa si el gobernante es un populista? ¿Qué pasa si nos manipula con sus promesas quiméricas y sus programas de gobierno alucinantes? Peor: ¿qué pasa si el mandatario, en su desalmada ignorancia y sociopatía, nos conmina a cometer actos de xenofobia, racismo, misoginia; actos ilógicos, fuera de lo razonable?

La mente de la mayoría de las personas está predispuesta a caer en dicha simulación: obedecemos a la voz de mando. Así se produce colectivamente un fenómeno estudiado a fondo por la neurociencia: la disonancia cognitiva; disrupción entre lo que pensamos y hacemos.

El gobernante populista como Trump se aprovecha de este curioso fenómeno: tiene una ambivalencia moral; divide a la sociedad que manda entre buenos y malos: el populista pude ser grosero, vulgar, burdo y arbitrario. Es el padre estricto, que sustenta su actuación en el valor de la autoridad a secas (“porque lo digo yo”) y enseña a sus hijos a disciplinarse en aras del mantenimiento de esa jerarquía filial, que acaba siendo un fin en sí mismo.

Mediante esta sumisión masiva, que es un autoengaño general, atajamos las complicaciones del pensamiento crítico y nos instalamos en una zona de confort. El pueblo-hijo es cómplice del gobernante populista, seducido por su embrujo, lo que no obsta para que muchos mandatarios se ensañen sobre las minorías étnicas, raciales, sexuales, a quienes culpan de los males del país.

Las sociedades giran en torno a valores paternales, sobre todo después de crisis de desempleo o recesión económica. A partir de ese pervertido contrato social (¿cuándo lo firmamos?) el discurso populista se enraiza en el inconsciente colectivo.

Durante algunos años, el discurso excluyente de Donald Trump seguirá gozando de aceptación social. Después, vendrá su violento declive.

 

 

15diario.com