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2241 28 Noviembre 2016

 



Margarita, está linda la mar
Eloy Garza González

 

Monterrey.- Es como una manda. Quien quiera ser presidente –¡vaya masoquismo mental!– tiene que, entre otros menesteres y diligencias, publicar un libro. Lo mismo si se es político norteamericano que mexicano. Antes, el mandatario retirado dedicaba uno o más libros a expiar sus culpas, que es otra manera de decir que escribía sus memorias para justificar sus pendejadas como estadista.

Ahora es al revés: el aspirante a mandatario publica unas memorias redactadas por un negro, o como se dice en inglés, por un ghost rider, recurso facilón para hacerse publicidad. La clave no está en el contendido del libro, sino en los panorámicos para promoverlo, con todo y foto del político devenido en literato ocasional.

Hasta antes de leer las memorias de Margarita Zavala, Margarita mi historia (editorial Grijalbo), cada vez que oía hablar de ella, no sé por qué se me venían a la mente aquellos versos de Ruben Darío que comenzaban así: “Margarita, está linda la mar”, especialmente esa estrofa que decía: “Una tarde la princesa/ vio una estrella aparecer/ la princesa era traviesa/ y la quiso ir a coger”. Si uno cambia la palabra estrella por Presidencia, se esclarece la asociación de ideas.

Así que me puse a leer el mentado librito por morbo de lector voraz. Por un lado, quería enterarme más por lo que no se menciona, que por lo que se narra. Por otro lado, quería saber cómo sorteó Margarita su papel de Primera Dama en el más que belicoso sexenio de su marido, Felipe Calderón.

Francamente, contra todo pronóstico, el libro es rescatable en muchas de sus páginas. Sin ser una estilista del lenguaje (hace mucho que murieron los políticos que escribían con cultura y talento narrativo), la obra de Margarita resulta amena y hasta convincente.

Destila verdades íntimas pero al mismo tiempo muy públicas: Felipe Calderón tiene un carácter de perro acomplejado y desde su noviazgo con él, comenzaron los pleitos conyugales. Luego, en Los Pinos, el círculo íntimo (o sea, los cuates de su marido) la ubicaron en un plano casi ornamental.

Margarita no lo dice pero lo da a entender. Como tampoco niega que su familia era una bola de mochos cristeros, a excepción de su madre, militante idealista del PAN, e incluye como impresentables a muchos panistas en activo, avorazados por comerse a puños el erario y culpables de ver “cómo mi partido pierde poco a poco su identidad, y veo arribar a ciertos líderes que manejan gente pero no ideas y que no dan valor alguno al nivel cultural e intelectual”.

Margarita quiere ser la primera presidenta de México, y su empeño no es condenable per se. Cada quien se flagela como quiere. Sin embargo, la primera conclusión a la que uno arriba después de voltear la última página de su libro, es que para cumplir su ambiciosa meta tiene que vencer a la cúpula de su partido, deslindarse de muchos errores estratégicos (en especial de controvertido temas de la lucha contra el narco durante el sexenio calderonista), y de ser posible, divorciarse de su visceral marido.

O cumple las tres metas, o se queda sin la banda presidencial cruzando su pecho, en vez de los rebozos potosinos que tanto le gusta usar como parte infaltable de su vestuario personal.

 

 

15diario.com