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En la década de los setentas visité el museo de Auschwitz. Fue una terrible experiencia. Ver las alambradas con las que restringían la libertad de las y los presos, las barracas, las chimeneas, los “baños” con que disfrazaban las cámaras de gas, las miles de maletas apiladas, el cabello de los asesinados, los cientos de miles de anteojos, unos sobre otros, hasta alcanzar el techo. Los diminutos botones en los que escondían mensajes para informar sobre su prisión o destino. Todos estos artículos desatan la imaginación. Tal vez en cada una de esas maletas iban las esperanzas de una persona por empezar su vida en otro lugar. Quizás esos lentes servían para mirar con nitidez los rostros angustiados o el último adiós de sus familiares, amigos e, incluso, de desconocidos; ver los cuerpos esqueléticos, famélicos, cubiertos de andrajos, los ojos llorosos. Repito, fue una experiencia terrible. La locura de Hitler llevó al mundo a una guerra en la que todos y todas perdimos, incluso quienes en esos años no habíamos nacido, perdimos algún familiar o conocido. El hermano de la abuela perdió un brazo. Uno de sus primos no regresó, no se supo más de él. Fue una baja, dijeron. Estoy en contra de la guerra y a favor de la paz. Estoy en contra de que al pelear los adultos, mueran niñas y niños, mujeres y hombres de todas las edades. Estoy en contra de la injusticia. Tal vez este conflicto inició con la expulsión del hijo de Agar, siendo éste el primogénito. No lo sé, tampoco sé si importe mucho. Creo que las guerras por la tierra, por el petróleo, por el dinero o por la religión nos afectan a todas y a todos y que es triste avizorar en este siglo un holocausto como el que sucedió en el siglo 20 por la locura de Hitler.
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