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Al hablar sobre la intolerancia, afirmé que ésta, cuando se introduce en las personas y en la sociedad, da origen al odio y que éste genera violencia y muerte. También, al hablar sobre el miedo, dije que, para algunos, la violencia es instintiva en el ser humano y constituye un rasgo distintivo de la especie proclive a la destrucción. ¿Por qué partimos de la idea de que tanto el odio como la resultante violencia están presentes en el corazón del hombre y en el de la sociedad? Por lo siguiente:
          S. Freud en su libro, Más allá del principio del placer, desarrolló una de las ideas más fascinantes sobre el permanente conflicto en la mente del hombre,la lucha de dos fuerzas: los instintos de vida (Eros) y los instintos de muerte (Thánatos). Los primeros, los de vida, los sexuales, tratan de prolongar la vida desviandola tendencia autodestructiva de los instintos agresivos, los de muerte hacia los otros, contra los demás. Así, la pulsión de muerte resulta instintiva a la humanidad.
          Por su parte, C. G. Jung, discípulo y amigo del ilustre vienés, partiendo del brillante descubrimiento de su maestro sobre la necesidad cultural y antropológica de la represión sexual, en su obra más conocida, Tipos psicológicos, va más allá, desarrollando los conceptos de “inconsciente colectivo”, de  “arquetipos” y de “tipos psicológicos” que permiten comprender muchas posiciones irreductibles en las diversas mitologías, religiones y filosofías, entre otras las generadoras de rechazo,  odio y violencia intergrupal.
          Mientras que el inconsciente freudiano se compone de contenidos psíquicos de diversos niveles: lo que conozco pero que no pienso ahora, los que he olvidado, los que percibo por los sentidos sin darme cuenta, los que reprimo por vergüenza o miedo, los falsamente expulsados, etcétera, etcétera, todos adquiridos empíricamente a partir de mi nacimiento (infancia es destino), para el pensador suizo, hay algo más. Debajo del inconsciente personal, en la memoria biológica de la especie, están los impulsos para llevar a cabo ciertas acciones, entre ellas las de rechazo, odio y violencia. Este inconsciente colectivo, dice Jung, es común a todos los hombres y se transmite por herencia y no por aprendizaje. Idea deslumbrante, ¿no lo creen?
          Observando los mitos y las leyendas populares de todos los pueblos, según el tratadista, descubrimos los temas recurrentes en ellos a despecho de las diferentes épocas, historias, culturas y posición geográfica. Son los mismos  en los sueños de cada individuo, en los delirios de los psicópatas, y en las visiones de los grandes fundadores y promotores de religiones y reformas políticas.
          Así resulta que, además del inconsciente individual con sus pulsiones por la vida y por la muerte, tenemos un inconsciente común engendrador de dioses, éticas, leyes, y destinos edificantes o destructivos. 
          Eros contra Thánatos, vida contra muerte, amor contra odio, la eterna lucha de una dicotomía existencial. De la misma manera que en el origen del amor hay una afinidad previa con el objeto o persona amable, en el inicio del odio hay antipatía, aversión, incompatibilidad espontánea, pocas veces  razonada, que empieza con alejamiento y rechazo y desemboca en violencia y deseo de daño.
          El odio contra algo y sobre todo contra alguien (algunos o todos los que son distintos) cuyo mal se desea, llega, como lo demuestran los recientes hechos de violencia institucionalizada (la guerra es una de sus expresiones) al deseo de destruir y aniquilar al prójimo. Eso es el odio. El enojo enraizado contra el que creemos que nos ofendió, a veces sólo por existir o ser distinto, extendido en el tiempo. Por eso, para muchos, el odio es ira crónica.
          El primigenio y permanente conflicto de intereses que Rousseau llamó “estado de guerra”. Se ha convertido en “estado de odio” en opinión de André Glucksmann, El discurso del odio, Santillana Ediciones Generales, México, 2005. Para el filosofo francés, “un odio incansable, tan pronto ardiente y brutal como insidioso y glacial, amenaza al mundo”.
          El odio se explica, se comprende, se excusa y hasta se intenta justificar, pero por más que insistamos, por las razones apuntadas, el resultado es que hemos sido incapaces de relegar el odio colectivo e institucionalizado a los libros de historia y mandado al psiquiatra las maldades individuales.
          Al parecer, no tenemos remedio. Atrapados en la contradicción, víctimas de la tensión entre instintos opuestos, le cantamos alabanzas a la vida al tiempo que el odio la aniquila. Vivimos otra dicotomía sin resolver.
          Tesis mayoritaria de los optimistas bien pensados: el odio mayúsculo no existe. El odio que se siente y manifiesta, debe ser reducido a las causas exteriores que lo han precedido: desgracias, malentendidos, miserias, agravios, humillaciones y ofensas. El odio es el resultado no deseado de una mala educación. Educación que se empeña en abolir lo que no existe, agrega el autor. Abrazos unánimes entre hermanos, ¡viva el amor!
          Tesis pesimista, compartida por la minoría mal pensada: el odio existe. Todos nos hemos encontrado con él. Está presente tanto en los individuos como en  grandes colectividades. La pasión por agredir y por aniquilar no se exorciza por la magia de las palabras y discursos. Las razones a las que se recurre para justificarla, no son más que circunstancias favorables, meras oportunidades, para que aflore el compulsivo deseo de destruir por destruir. Rechazo unánime entre extraños, ¡viva la muerte!
          El filósofo francés, autor de La estupidez, aludiendo a una fábula de La Fontaine, nos recuerda que un lobo, bestia cruel llena de rabia, “representa ante nosotros el odio en estado puro, la rabia, la cólera, la bestialidad, la ferocidad. El odio acusa sin saber. El odio juzga sin escuchar. El odio condena a la medida de su deseo. No respeta nada. Cree enfrentarse a un complot universal. Al final de la carrera, acorazado en su resentimiento, zanja el asunto con una dentellada arbitraria y soberana. Odio, luego existo”.
          Esta vez no puedo, sólo con ver lo poco que nos permiten de lo que ocurre con el pueblo palestino, me resulta imposible terminar con un mensaje alentador.
 Nuestra especie es irredimible. No tenemos compasión. El infierno es la pérdida de la esperanza. Gaza es el infierno. Ellos lo saben bien. ¡El odio nos ganó!

claudiotapia@prodigy.net.mx          

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