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TRINCHERAS EN LAS ORQUÍDEAS
Benjamín Palacios Hernández

Duro, simple y justo el reclamo de Pablo Toscano a Paz Flores. No sabía de la existencia de ninguno de los dos, aunque por desgracia me resultan muy familiares las actitudes, poses y “valores” que subyacen al asunto.

Desde que leí –por encima, pues confieso que ciertos vuelos de la lírica me resultan un tanto cuanto repelentes– la entrevista a la segunda me pareció algo, digamos, curioso. Una entrevista que no es entrevista, para empezar, y luego una serie de relatos y afirmaciones de la autora sobre sí misma, de los cuales se desprende que “la de la voz” es algo así como el pivote alrededor del cual gira todo. Conveniente excursus aderezado, además, con una gran fotografía que hasta ahora no logro averiguar qué pinta en el asunto: doña Paz en cariñoso clinch con otro experto en poses.

Aun como profano en el tema me parece que poco favor hace a la indubitablemente fundamental, decisiva postura pro-ecológica, cierto misticismo más propio de la chapucería “naturalista” que de los argumentos duros que prueban sin lugar a dudas el alarmante deterioro del ecosistema terrestre, cuyos efectos, a más de ser probados junto con sus causas bajo la cobertura de la ciencia, se encuentran al alcance de todos al elemental nivel sensible. Claro que la ciencia no comulga mucho con la lírica, y quizá por ello se acuda a ejemplos como el del “doctor” Masaru Emoto (¡graduado en Ciencias internacionales!), cuyas “pruebas” de que “las moléculas del agua reaccionan a distintos estados de conciencia”, según repite la señora Flores, han pretendido ser elaboradas con “experimentos” como éste: un montón de personas puestas a lanzar buenas vibras desde Tokio a dos botellas con agua mineral ubicadas en California, a miles de kilómetros de distancia, para lograr lo cual a esas personas les fue mostrada una fotografía de las susodichas botellas y, of course, una vista de Google Earth señalándoles la ruta entre Tokio y el lugar donde ellas se encontraban, no fuese a ser que las vibras erraran el camino e hicieran blanco psíquico en cualquiera otras botellas contenedoras de agua mineral no implicadas en el milagro científico.

Una vez “influenciadas a distancia” (es un misterio, o en todo caso no ha sido revelado, cómo supieron cuándo las vibras habían llegado ya a sugestionar al agua de las botellas, si viajaban a la velocidad de la luz, a la de un Boeing 747 o en las alas del pensamiento, a ras de agua y tierra o por la estratosfera; o si las vibras mentales, además de impresionar y modificar las moléculas del agua pueden también avisar: “ya llegué”, a la manera de aquel avechucho cruce entre gallina y perico que, según el Piporro, avisaba a Chalío cuando ponía un huevo. También es velada por el misterio la importantísima cuestión de si los emanadores a distancia sostuvieron, y durante cuánto tiempo, un “ooommmmm” o simplemente se limitaron a permanecer callados y con los ojos en blanco) las botellas fueron enviadas al “doctor” para que, previamente congelada el agua, el buen Masaru pudiese fotografiar los cristales así producidos y asignarles un muy científico “valor de belleza” que arrojó un resultado –muy científico también– de 2.87 sobre 6, comparado con un 1.88 de otros cristales no “tratados” por las vibras.

Lo que a mí me tiene perplejo no es el hecho de que “impulsos mentales” necesiten del auxilio de los mapas satelitales de Google para llegar a su destino, sino que no hayan otorgado el premio Nobel de Ciencias, Artes y Nigromancia a Masaru, pues a partir de él la belleza ha abandonado las brumas de la subjetividad para hacer su esplendorosa entrada en el reino de la objetividad... tanto, que ya se la puede medir. Adiós discusiones sobre si la Gioconda es la obra cumbre del arte de la pintura, y adiós también a los jueces de los concursos vacunos de belleza femenina.

Cosas similares ocurren con la manipulación del nombre y la obra (la única hasta que el hombre, octogenario ya, sacó jugo de ella y escribió una autobiografía) de James Lovelock. El pobre sujeto jamás sostuvo que la Tierra fuese un ser pensante, ni por tanto poseedor de conciencia y propósito (como aquellas moléculas de agua, supongo), sino sólo que el planeta poseía la capacidad de autorregularse; idea por lo demás no original de él. A pesar de ello fue criticado y ridiculizado por los representantes de una ciencia inflexible y carente de imaginación.

La noción de un planeta-ser vivo-y-consciente, válida quizá como alegoría poética o como recurso cuando se pretende escribir literatura, es ajena a Lovelock y propia, sí, de la ciencia-ficción ahí donde ella entronca con el relato fantástico. Es de hecho un tema frecuente desde la primera mitad del siglo XX, y su más reciente y difundida encarnación puede encontrarse en el supravalorado Isaac Asimov, que dedica muchas páginas de los dos libros que prolongan su llamada saga de las fundaciones, originalmente una trilogía (Los límites de la Fundación publicada en 1982, y Fundación y Tierra, en 1986), a un planeta llamado Gaia.

Por lo demás el libro de Lovelock no “se escribió en 1974”; concebidas sus ideas alrededor de 1969, su primera edición es de 1979. Y lo que ya me parece un exceso: según Flores, este de Lovelock fue un libro “casi tan contundente y tan corto como ‘El origen de las especies’ de Darwin”. Si a Paz le parece que un libro de 573 páginas es corto (ese número tiene en la traducción castellana de Enrique Godinez sobre la sexta edición inglesa, publicada en Madrid en el año de gracia de 1877; 638 en la mucho más accesible edición de SARPE, de 1983), seguramente la Enciclopedia Británica le parecerá una colección de cuentos para leer en el avión. En cualquier caso le convendría revisar sus criterios cuantitativos, pues un libro como el de Lovelock, que consta de 148 páginas, no veo cómo pueda ser equiparado en extensión al de Darwin. Miren ustedes que 425 páginas (490 si se compara con la edición de SARPE) no son cualquier minucia; y menos en este caso, en el cual el de Darwin es casi cuatro veces más extenso que el de Lovelock, y más de cuatro veces en la segunda edición. Equipararlos en “contundencia” es definitivamente un ditirambo, y como tal no merece una sola letra como réplica, ni siquiera como pitorreo.

En realidad, a esto es a lo que se exponen los practicantes de la recurrente, inveterada y aventurada costumbre de citar sin leer. Total, si yo no he leído los otros tampoco; y así, confiando en que la ignorancia ajena será mayor que la propia, yo quedo como erudito, o por lo menos como leido y escrebido. A saber qué será peor: citar libros que jamás se han tenido a la vista, o “luchar por la ecología” jodiendo a los del mismo lado con tal de ganar la nota en la prensa. En cualquier caso ambas cosas demuestran carencia de escrúpulos.

Por cierto, ¿sabían ustedes que la palabra orquídea deriva del griego orchis, orquis u órkhis (según se prefiera), que significa “testículo”, y que el aroma de esas flores es tan diverso como sus formas, colores y tamaños, desde el delicado de la Cattleya hasta el pestilente olor de algunas especies de Bulbophyllum?

 

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