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24 de marzo de 2010
15diario.com  


 

Bárbara  Cristal
J. R. M. Ávila

Al principio la mueca del sacerdote parece sonrisa. De qué se ríe en medio de un velorio. Es lo primero que uno se pregunta. Pero nadie se atreve a decirlo, sólo se limita a pensarlo. ¿Cómo preguntarle esas cosas a un sacerdote sin que le suenen a ofensa? La gente abre paso mientras él empuja el carrito con utensilios sagrados, enarbola la sonrisa falsa y mira a los lados, saludando, mostrando sus tres dientes de oro. Esa parece la intención de su sonrisa mueca: mostrar el oro en su dentadura. Por supuesto, el monstruo debe mostrarse.

Llega al frente del féretro y se acomoda dando la espalda a Bárbara Cristal, mejor dicho, al cuerpo donde ella se alojaba. Y empieza a hablar, a preguntar si la muerte fue repentina, si resultó de una enfermedad larga, si se debió a un accidente y, como nadie contesta, voltea hacia el cadáver con curiosidad. Insiste en su indagación pero nadie le da respuestas. Entonces como si ofreciera un menú, pregunta de qué queremos que hable y nos toma por sorpresa: ¿Quién va a saber más, él o nosotros? ¿Es que cree que vino a divertir o a complacer a un público?

Les pregunto, dice, porque la Biblia tiene pasajes especiales para casos como éste. Entonces carraspea, como si se dispusiera a recitar el menú de sermones que maneja. Cita  un versículo donde Dios asegura que vendrá por nosotros y no avisará, que llegará sigiloso como un ladrón. Como un ladrón, me quedo pensando, ha dado en la clave. Como un ladrón ha venido Dios y ha hurtado la vida de Bárbara Cristal. Dios disfrazado de muerte. Nada menos que como ladrón, impune, sin remordimientos. Pero, ¿quién puede ampararse contra Dios? ¿Y por qué habría de ser ella la excepción?

La señorita, dice el sacerdote volteando a ver el nombre, Bárbara Cristal tuvo la deferencia de pedir que la llamáramos Bárbara. Muchas otras jóvenes hubieran preferido que las nombraran Cristal. Pero ella eligió, sabiamente, Bárbara. Y después se enreda en la tarea de derivar etimologías de Bárbara, y de extranjera o fuereña, pasa a ser Bar Bar, Hija de Dios. Y abunda acerca de ello, con naturalidad, como si estuviera familiarizado con el tema, como si se tratara de mostrar que no es un sacerdote improvisado.

¿Quiénes son los padres de —voltea y lee el nombre— Bárbara Cristal? Los invita a pasar al frente, pero sólo pasa la madre. Entonces, mientras el sacerdote avanza en su explicación tendiente al consuelo, hurga en su carrito, saca el cáliz, las hostias, el agua bendita, revuelve todo, lo acomoda de nuevo, más preocupado por la búsqueda que por las palabras de consuelo. Habla de la prueba nueve veinticinco de que Dios existe, basada en los evangelios. Y explica y explica, aunque a nadie parece interesarle. Finalmente parece recordar que no es clase de Teología sino velorio y vuelve sobre el ladrón, arrebatador de vidas. Debemos estar preparados, dice buscando aún en el carrito, porque Dios vendrá por nosotros sin previo aviso.

El sacerdote nos mira y pregunta por los hermanos, por los familiares de la señorita... —se asoma a un compartimiento del carrito y, según la entonación, parece a punto de maldecir— de la señorita... —voltea de nuevo a leer el nombre— Bárbara Cristal. Pasan al frente los demás familiares y él los saluda de mano, uno tras otro. En medio de los saludos, de veras contrariado, se asoma de nuevo al carrito. Lo único que parece regresarlo al velatorio es la urgencia de que alguien colecte la limosna. Le vuelve la sonrisa descarada y se le avivan los ojillos. Nunca falta quien se ofrezca a ayudar. Consagración, comunión, ruegos por la señorita —lee por enésima vez el nombre— Bárbara Cristal. Finalmente dice: Podemos ir en paz, la misa ha terminado. El velatorio se despeja de gente y se llena de gemidos.

El sacerdote vuelve a la sala de espera arrastrando su carrito. Me aparto de todos, me siento en un sillón aislado, quiero estar tranquilo. El llanto se multiplica. Tras de mí, el sacerdote lamenta la pérdida de sus llaves. Es lo que le preocupaba. Las busca de nuevo en el carrito. Se hurga en los bolsillos. No termina la búsqueda desquiciada de sus llaves, como si entre ellas estuviese la que pudiera volverle la vida. Sonríe sin mostrar los dientes de oro. El llanto continúa como lamento de fondo. Algunos ríen de ocurrencias que parecen fuera de lugar.

Me siento relegado, estoy aquí de más. ¿Qué tengo que ver con todo esto? ¿Qué me importan las podridas llaves de un sacerdote mercenario por más erudito que sea? ¿Qué me importa el llanto en automático de gente que no conozco? ¿Qué me importan las risas de gente a la cual parece no interesarle que Bárbara Cristal ya no esté aquí? Tratando de que no lo noten, camino hasta la pizarra. Ahí encuentro el nombre completo de Bárbara. Si vine al velorio, fue por ella. Sería lo único que pudiera retenerme, pero ella no está más aquí. ¿Qué me retiene en este lugar? Me encamino a  la puerta, abro, salgo y regreso a casa.

Aunque haya elegido Bárbara por nombre, era frágil Cristal que la muerte convirtió en añicos. Quisiera pensar que nada de lo que dicen es cierto. Ni lo de la fiebre por una pulmonía fulminante ni lo de su desmayo repentino ni lo de sus dedos amoratados o sus dolores de cabeza a los que parecía tan apegada ni lo de una estúpida sobredosis ni lo de que nadie supo cómo sucedió ni lo de su abandono de la preparatoria ni lo de su negativa a soportar al padrastro.

No la quiero pensar muerta. Tendría que olvidar la sonrisa mueca del sacerdote, su indiferencia ante la muerte de Bárbara Cristal, el olvido recurrente de su nombre, la búsqueda desquiciada de las llaves, para no pensarla muerta. Pero prefiero imaginar que su edad se ha detenido. Esa es la verdad. Esa es la que cuenta para mí.

jrmavila@yahoo.com.mx

 

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