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23 de julio de 2010
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Un paseo al pasado

Lidy Adler

 

Como un imán, la Purísima me atrajo sin que pudiera resistirme. Es una plaza que toma su nombre de la iglesia La Purísima, construida en los años cuarenta, de estilo moderno, motivo de controversia en su momento por romper con los cánones tradicionales de la arquitectura religiosa. Esa plaza solía ser punto de encuentro de las familias de la zona hasta los años 80, cuando paulatinamente dejó de ser residencial para convertirse poco a poco en comercial.

 

En sus orígenes, era habitada por gente pudiente que construía casas grandes de estilo inglés que se fueron vaciando porque sus propietarios comenzaron a salir del centro de la ciudad para habitar zonas más modernas. En esas casas se han ido instalando negocios de distintos giros, restaurantes, mueblerías, escuelas, etcétera.

 

Lo que caracterizaba a la plaza de la iglesia, y la sigue caracterizando, es la venta de elotes enteros o desgranados, con su mayonesa, crema, queso derretido, chilito y limón, los trolebuses o troles, excelentes para las calurosas tardes de verano, elaborados con hielo picado y  fruta de la temporada, fresa, mango, tamarindo o melón, con un popote de un lado y una cuchara larga del otro, formando una V, como las antenas de los trolebuses. En la pared de uno de los negocios se lee “los originales de la Purísima”, ya que estos manjares se venden ahora en cualquier parte, pero fueron creados en La Purísima.

 

También la caracterizaban las deliciosas paletas Dumbo que, por un pleito mercantil por el uso de ese nombre, ya no existen. ¡Exquisitas! Había de coco, mango, cajeta y más… También estaban las hamburguesas del Bona, los helados Tiki, que continúan en pie, y las desaparecidas pizzas del Lulu Bell´s ¡Cuántas parejas se conocieron en esas vueltas a la plaza! Y muchos años después, la añoranza atrae a quienes por ahí paseaban. Ahora, junto a los locales pintados de verde, naranja, amarillo, se yergue un Super 7, tienda de conveniencia como los 7 Eleven, siempre iguales estén donde estén, con sus franjas verdes, blancas y rojas. ¡Qué digo, no es un Super 7, son dos en una misma manzana! Signos de la modernidad que no existían en los tiempos gloriosos de La Purísima.

 

Este domingo la placita estaba casi desierta, con su fuente en el centro, sus sillas de hierro forjado esperando a algún visitante. Margarito dice que la plaza ha cambiado mucho, antes venían niños y jóvenes con sus bicicletas, ahora sólo vienen los teporochos a tomar su aguardiente y a echarse un sueñito en las bancas. Cada domingo venían a arreglar el pasto, sembraban lirios amarillos y blancos… Ahora ya no hay lirios y del pasto, sólo sus restos.

 

Margarito tiene 64 años, no, 60 años y 4 meses, como él mismo corrige. Porta una cachucha café con un escudo metálico que dice CROC (Confederación Revolucionaria de Obreros y Campesinos), pantalones de mezclilla remangados, dos sudaderas empalmadas y zapatos grises que probablemente alguna vez fueron negros.  A su lado,  tres botes grandes llenos de agua y unas esponjas flotando. Su oficio: lavacoches. Trabaja en la plaza de la iglesia La Purísima hace treinta y tantos años, todos los días de las diez de la mañana a las 4 o 5 de la tarde, excepto miércoles y jueves, que es cuando le ayuda a su esposa a barrer y trapear, porque no le da vergüenza, dice él.

 

Me advierte que el lunes llegará más tarde porque tienen la junta mensual en la CROC, en la que exponen los problemas que han tenido en el trabajo y pagan su cuota mensual de $80, porque si no lo hacen, no tienen derecho a pararse en la plaza a trabajar durante tres semanas. Antes laboraba en una fábrica, pero como tiene diabetes, faltaba mucho al trabajo y decidió acercarse a esta central obrera para ver si le daban ayuda. Según me explica, la CROC es Unión de Calzado y Lavacoches, mostrándome cada sigla de su gorra. Seguramente cree eso porque sus compañeros de faena son lavacoches y lustrabotas.

 

La ayuda que le dan, según me cuenta, es que cuando algún compañero fallece, entre todos hacen una colecta para ayudar a los deudos, o cuando ha tenido que operarse, también sus compañeros hacen colectas. Por su diabetes, ya ha tenido que ser amputado de un dedo del pie y tuvo también un problema en su retina. Se ha atendido en el Instituto Mexicano del Seguro Social gracias a que su hijo es obrero y lo tiene inscrito en ese servicio médico.

 

 Margarito no tiene inconveniente en contarme su historia. Llegó de Tampico para encontrar mejor vida en Monterrey, trabajó de albañil, mensajero, obrero y panadero, siendo esto último lo que más le agradó. Ya las arrugas surcan su rostro, especialmente junto a sus ojos. Mientras me platica, cierra su ojo izquierdo, como si le molestara la luz. Su boca luce con pocos dientes, gastados y amarillos, y un bigote canoso adorna su cara. Su cabello se ve aún muy negro, salpicado de pronto con alguna cana. De pronto no me escucha bien lo que le pregunto, o quizás no me entiende bien…

 

Está casado y tuvo 4 hijos, 2 hombres y 2 mujeres. Su hija mayor está casada, bien casada, como dice él, tiene 4 hijos; su hija más chica le ayuda a su esposa con el quehacer porque ella también es diabética y se enferma constantemente, le duelen mucho los brazos y las piernas. Uno de sus hijos trabaja en una fábrica, con orgullo me dice que ya ha viajado a Canadá, China, Carolina del Norte, porque es técnico en fibra de vidrio. Hace un mes se lo llevó a vivir con él a García, municipio cercano a Monterrey. Ahí viven Margarito, su esposa, su hija menor y el hijo. El otro hijo los visita en ocasiones, pero como le gusta tomar, siempre busca pleito con su hermano. Para venir a trabajar, Margarito hace una hora y media de ida y una hora y media de vuelta, y tiene que tomar 2 autobuses en cada trayecto.

 

En la plaza hay unos 20 lavacoches, unos buenos y unos malos, como dice Margarito, y unos 5 boleros que lustran calzado. Al día lava unos 4 o 5 coches, bueno es cuando le llegan 5 o 6, pero ahora hay menos trabajo porque hay muchos car wash. La tecnología los desplaza. Cada semana le da el chivo a su esposa, sonríe y me explica que el chivo es la raya, el dinero de la semana. Se define como “trabajador no asalariado” y lo que sobra después de darle el dinero a su esposa, lo mete en un cochinito porque siempre tiene que estar preparado para las épocas de lluvia en las que no puede trabajar.

 

Seguramente Margarito olvidó en el camino que había venido a Monterrey a buscar mejor vida…

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