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25 de agosto de 2010
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Muerte en las calles
Rafael González

Las calles de mi barrio están vacías, la gente huye asustada, el miedo les despoja de la urgencia, prefieren encerrarse que vivir amenazadas. Esta fue una noche triste de un verano amargo.

Mi ciudad está herida, se siente ultrajada, se siente perdida, ya no sé si somos o no somos nada.

Aquí ya no hay ruido,
tan sólo el silencio,
que nos dice mucho,
sin decirnos nada.

El olor a muerte deambula sin prisa por las calles, con cierto desgano presagio inmutable suceso pagano. De pronto el llanto lastimero de sirenas y el fuego de metralla terminan bruscamente con la inicua calma, volviendo las calles campo de batalla, horribles escenas que rompen el alma.

Yo estaba aturdido y sin saber que hacer, cuando alguien violento me grita, ¡al suelo, tírese al suelo! No sé quién sería, sólo obedecí.

Un joven sicario cayó junto a mí, atrás un soldado dejó de existir.

En ese momento no supe, si eran buenos o eran malos.

No sabía si venían a salvarme o a matarme, ni siquiera sabía si los caídos estaban vivos o habían muerto.

Ahí tirado y boca abajo, sólo el recuerdo de mi madre y Dios me amparan, de la fuerza mortal de los canallas.

Había cesado el fuego, de nuevo el silencio.

Lleno de rabia e impotencia, les grité a mis muertos, “¡váyanse al infierno  todos, allá diriman sus querellas!” No me contestaron.

Luego, arrepentido y con lágrimas a flote, así como rogándoles les dije:

Por favor váyanse, déjennos seguir viviendo, déjennos seguir teniendo noches bellas.

Aún tirado, pero ahora viendo al cielo, murmuré: “A mí, si acaso preguntaran, me gustaría pedir que investigaran.”

¿En dónde se ocultaron esta noche todas ellas: la luna y las estrellas?

Perdí el conocimiento, no volví a saber de mí.

 

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