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6 septiembre 2010
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Para grabar una mentada
Tomás Corona

Todo inició con una inocua llamada que recibí como a las diez de la mañana, hace aproximadamente dos meses, para pedir referencias sobre uno de mis parientes.

¿Sí?, habla Wendy López, ¿se encuentra fulanito de tal? / No, es primo mío pero no vive aquí, ¿gusta dejarle algún recado? / Dígale que le hablamos del banco X, ¿tiene algún teléfono donde pueda localizarlo? / Dígame para qué lo necesita, ¿tiene algún adeudo con ustedes? / No puedo darle información. / Yo tampoco puedo dársela si no me dice de qué se trata. Y la tipa colgó.

Luego otra llamada por la tarde, ese mismo día, que contestó mi mujer. Hola, hablo del banco X, ¿es la casa del señor menganito? / No, es pariente de mi esposo pero vive en Escobedo, ¿quién lo busca? / Soy Bertha Suárez, ¿no sabe dónde puedo encontrarlo? / ¿Para qué lo quiere, tiene algún problema con el banco? / No puedo darle explicaciones, sólo se las daré a él personalmente. / Ah, sí, pues llámele a su casa y no esté molestando en casa ajena.  Y mi mujer, que es de pocas pulgas, colgó.

Al otro día, aproximadamente a la misma hora, se repitió la perorata telefónica, y por la tarde pasó lo mismo. Así transcurrieron algunos días, llamaban sistemáticamente a las diez de la mañana y a las cuatro de la tarde, sólo variaban los nombres: Luis González, Adela Martínez, Martha Cantú, Daniel Salinas, Denis Ábrego, Alberto Hernández, Julia Flores… Siempre del mismo banco y del mismo número. A veces por inercia, por cortesía o por error, mi familia o yo contestábamos el teléfono y siempre era lo mismo. Pasaron varios días, la paciencia de la familia comenzó a extinguirse. El teléfono seguía sonando.

Muy pronto identificamos el número, empezaba con 555, y cuando pregunté por él me contestó una odiosa máquina: El número que usted marcó no existe, favor de verificarlo. Sorprendente, ¿no? Con el paso de los días la cantidad de llamadas fue incrementándose exageradamente hasta llegar a diez o doce durante las veinticuatro horas del día: cinco de la mañana, once de la noche, tres de la tarde, siete de la mañana, doce de mediodía, siempre del mismo número. ¿Quién diablos estaba patrocinando ese acoso psicológico por vía telefónica hacia mi familia?, ¿con qué derecho? Algo se tenía que hacer porque la psicosis familiar comenzaba a rayar en la locura. El teléfono continuaba timbrando, pero ya nadie lo contestaba.

Lo primero que hice, lo más lógico, fue hablar con el susodicho primo; al principio lo negó todo, pero luego confesó su adeudo con el mentado banco. No les diré para qué utilizó el dinero, porque me da pena tener parientes tan derrochadores y penitentes. Acudí a la compañía telefónica y me dijeron que no podían hacer nada, que tenía que hacer una denuncia e iniciar un proceso legal para identificar de dónde era el número y proceder a cancelarlo. ¡Qué pinches!

Tan sólo de acordarme de la amarga experiencia que viví cuando denuncié el cristalazo y la extorsión telefónica en la policía, se me “encueró el chino”. Todavía estoy esperando, hace ya más de dos años, que localicen al extorsionador y me regresen lo robado el día del cristalazo. En estos casos las autoridades no hacen absolutamente nada. El teléfono insistía e insistía en su infierno sonoro y me daban ganas de grabar una carcajada, como respuesta, acaso un pedo o de plano una mentada de madre; pero los tipos y tipas que se dedican a ese trabajo tan ruin me provocaban conmiseración.

Alguien me recomendó que fuera a la Profeco, y lo pensé mucho por la absoluta “burrocracia” que reina en las instituciones públicas. Qué suerte la mía: fui y me encontré a una ex alumna que agilizó extraordinariamente mi denuncia. Una de estas tardes el maldito número 555… dejó de sonar. No sé si fue porque el primo reestructuró la deuda, si la Profeco intervino y casi me ha hecho recuperar mi fe en las instituciones, o fue cosa de magia.

Reitero: qué trabajo tan deleznable el de los acosadores telefónicos. Y pensar que ante esa inicua situación los usuarios estamos totalmente indefensos.

 

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