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6 septiembre 2010
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Once años de celebración
Alfonso Teja Cunningham

A propósito de la inminente celebración del bicentenario de nuestra independencia mexicana y del centenario de la revolución, hay de todo: desde voces que demandan abandonar las fiestas oficiales y dejar solos a los gobernantes en sus ceremonias desfasadas, hasta los que insisten en que no hay absolutamente nada qué celebrar.

No obstante, para buena fortuna de las grandes mayorías, la efeméride tradicional obliga a empinar la botella del tradicional tequila, y que suenen los tradicionales mariachis, que para eso sí que somos tradicionalmente bien charros, digo, con todo respeto: unos poco más, otros poco menos.

No faltan los que distinguen el grito de Dolores como un inicio simbólico más bien improvisado, y subrayan así mismo, que la culminación del proceso de separación de la metrópoli tuvo muchas etapas, hasta el 27 de septiembre de 1821. Se debe reconocer, insisten, en que la guerra de Independencia se extendió por once largos años, y  que su continuidad en el tiempo dependió en cada época del perfil y visión de quien fuera el líder en ese momento.

Con afán de abreviar, apunto que debe resultar clara y evidente la importancia del momento en que la chispa enciende el fuego independentista, en la madrugada de Dolores, tanto como la simbología (la Historia siempre es una simbología) del abrazo de Acatempan, que en su forzada circunstancia anticipó la vulnerabilidad de pacto que marcó el fin formal de la guerra contra España.

El acuerdo de Iturbide y Guerrero, con la consolidación del Ejército Trigarante que entrará triunfante en la ciudad de México es, para muchos, el momento que establece realmente el surgimiento de la nación mexicana.

Con esta visión cronológica y con el espíritu de los tiempos orientando el intento, la idea central sobre la celebración o no de fiestas y actos por el bicentenario en este 2010, comenzó a dibujarse de una manera distinta y digna de compartirse: ¿y si la celebración de la Independencia de México la realizáramos no como una sola noche de tragos, gritos y canciones? ¿Y si transformamos la fiesta de la independencia en el inicio de una jornada de once años de procesos de debate, deliberación, crítica, educación y encuentro, de las bases de la identidad nacional, que nos permitieran decir con verdad que estamos –finalmente- en vías de constituir una nación posible, justa, equilibrada y en franco desarrollo?

Hace doscientos años el proceso social en México indujo naturalmente a los criollos y mestizos de las clases pudientes a quedar convencidos de que un tiempo nuevo había llegado para la patria. Y la chusma, con tantos motivos para levantarse, resultó fácilmente conducible (que no controlable).

Mas lo importante es que, aunque de forma desarticulada, este ideal permaneció latente durante once años mientras el fuego independentista pasaba forzadamente de mano en mano.

Doscientos años después, la tarea sigue pendiente. Y es posible suponer que las clases ilustradas y los rectores de los poderes fácticos de nuestro país están percibiendo el grave costo a pagar por tantas décadas de ineficiencia, corrupción y tiempo perdido.

¿Qué país queremos? ¿Qué país somos capaces de construir? ¿Seguiremos por la misma senda de Acatempan, intentando construir un país bajo sombras de recelo y desconfianza?

Se ha insistido bastante en la importancia de la participación ciudadana, y este es el gran debate. Por eso: ¿qué país aspiramos a construir para enfrentar lo que ha de venir después de 2021?

Transformación energética, transformación digital, transformación sustentable, todo tipo de transformación. Para vislumbrar el país (y el mundo) que queremos dentro de once años, estamos a tiempo de poner las bases en la idea, en el acuerdo, en el plan y en la acción, para así poder llegar triunfantes a la meta anhelada y acordada por todos.

Once años que incluyen por lo menos dos elecciones presidenciales y un tiempo suficiente para ver los frutos de la siembra. Once años que marcarían la transformación de una sociedad que ha actuado como púber adolescente, y entra ya, por fin, a la madurez. ¿Seríamos capaces? ¿Somos capaces?

El camino se abre al diálogo y a la imaginación. Imagino que hablo con mi hermano. Imagino que hacemos una gran nación.

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