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927 14 Noviembre 2011

1911 en Ciudad Juárez
Víctor Orozco
 
C
hihuahua.-
El 21 de mayo de 1911, alumbrados los presentes por los faros de un automóvil y en la banqueta del flamante edificio que ocupaba la aduana fronteriza, se firmaron los tratados de Ciudad Juárez. Así, en un tosco acto, sin solemnidad alguna, se puso fin a un régimen que había durado arriba de tres décadas y consolidado en el país el dominio de una oligarquía económica y política. Cuatro gentes estamparon su firma en el escueto documento y se acabó una época.

El hecho recuerda la demolición de la Unión Soviética el 8 de diciembre de 1991, acordada por tres hombres (los presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia) dentro de una cabaña en medio del bosque y ebrios, según se dice.

El escrito, en dos tantos, fue signado por Francisco S. Carvajal, en representación del gobierno del general Porfirio Díaz; Francisco Vázquez Gómez, Francisco I. Madero y José María Pino Suárez, como personeros de la revolución. Contenía el ofrecimiento de la renuncia a sus respectivos cargos del presidente y del vicepresidente Ramón Corral,  los acuerdos para que provisionalmente se hiciese cargo del poder ejecutivo el ministro de relaciones exteriores, Francisco León de la Barra, de conformidad con la constitución federal, la convocatoria a nuevas elecciones, el pago de indemnizaciones a las víctimas de la revolución, el cese de las hostilidades armadas, el licenciamiento de los soldados insurrectos y la reparación pronta de telégrafos y vías férreas.

Diez días antes la plaza fronteriza había caído en manos de las fuerzas maderistas. No fue desde luego una confrontación de dos grandes ejércitos, pero tampoco una escaramuza ─como la llama don Jaime Labastida─.  Fue eso sí, un hecho de armas con significativas consecuencias, pues representaron una especie de campanada para llamar a insurrecciones en muchas regiones del país y por lo pronto abrieron a los revolucionarios una puerta al exterior, por donde entraron armas, dinero y sobre todo, periodistas ávidos de noticias espectaculares (y también de aventuras), que magnificaron al movimiento, e hicieron famosas sus imágenes y a sus protagonistas. La rebelión, comenzó a llamarse la Revolución, con mayúscula.

También propició la ocasión para inclinar hacia el bando revolucionario a los indecisos, quienes percibieron la debilidad del régimen y la necesidad de anticiparse a su caída buscando acomodo entre los posibles triunfadores. Pueblos enteros, a su vez, se percataron que había sonado la hora para hacer valer demandas o vengar agravios viejos y también se fueron a las armas, aprovechando que el grueso de las tropas porfiristas combatían en el estado de Chihuahua o guarnicionaban su territorio. 

Incrédulo al principio, el presidente Díaz consultó a sus jefes militares y el general Victoriano Huerta, uno de los estrategas tenido por más diestro, le ofreció que con dos mil dragones ─incluso habilitando como tales a los infantes─ retomaría la ciudad ─por entonces de unos diez mil habitantes─ y dispersaría a los insurrectos, obligándolos a cruzar el río Bravo. Puede ser que el futuro golpista tuviera razón, pero el viejo dictador se miró en el espejo y vio que ni su prestigio, ni el temor que inspiraba su poder o la ley de hierro con la cual se impuso, podrían evitar la guerra civil en gran escala que vio venir. Prefirió dar contraorden y se puso a redactar un patriótico manifiesto a la nación, en cuyo texto explicaba: “…respetando, como siempre he respetado la voluntad del pueblo, y de conformidad con el artículo 82 de la Constitución Federal vengo ante la Suprema Representación de la Nación a dimitir sin reserva el encargo de Presidente Constitucional de la República, con que me honró el pueblo nacional; y lo hago con tanta más razón, cuando que para retenerlo sería necesario seguir derramando sangre mexicana, abatiendo el crédito de la Nación, derrochando sus riquezas, segando sus fuentes y exponiendo su política a conflictos internacionales”.
 
A un enamorado del poder como lo fue con toda evidencia Porfirio Díaz, le deben haber costado sangre estas palabras. Pero no tenemos derecho a dudar de los sentimientos patrióticos que las inspiraron. El viejo león tocaba a su fin recordando sus glorias pasadas en los años de la gran década nacional, combatiendo a los conservadores y al ejército francés, su ascenso al gobierno y su permanencia, valiéndose ora de su innegable astucia política, ora de la pura fuerza. Le tocaba esta vez jugar el papel de víctima en el antiguo adagio: “El que a hierro mata, a hierro muere”. Debe acreditarse a su reputación que a diferencia de todos sus congéneres, los precedentes o posteriores ex dictadores de los países hermanos, quienes huyeron o fueron ajusticiados, al “Héroe del 2 de Abril” se le despidió con honores de jefe de Estado, mismos que se le brindaron también durante su exilio en Francia y en Alemania. 
           
Los tratados de Ciudad Juárez, nombre con el cual pasó a la historia este breve convenio, implicaron la conclusión del prolongado régimen tenido por uno de los más firmes en el mundo. Unas primeras preguntas: ¿Qué había sucedido? ¿Cómo es que sobrevino el derrumbe de la dictadura con una sola plaza importante tomada por la revolución? Una causa inicial se encuentra en la imposibilidad de derrotar militarmente a los rebeldes. A la batalla de Ciudad Juárez le precedieron al menos una decena de encuentros armados en el noroeste de Chihuahua. Los destacamentos federales diezmaron a los insurrectos en la batalla de Cerro Prieto, donde cobraron víctimas y a la vez sembraron odios profundos cuando fusilaron a los prisioneros sin formación de causa, retomaron Ciudad Guerrero, en la zona constituida rápidamente en el epicentro de la lucha, pero no fueron capaces de impedir que el núcleo pionero, formado en los pueblos del municipio, se propagara y pudiera abrirse paso hacia la frontera. Cada vez más numerosos, más aguerridos y audaces, estos rancheros pronto se hicieron de prestigio entre los habitantes de rancherías, pueblos y haciendas. En cada lugar que pasaban iban engrosando el contingente, aunque fuera con hombres desarmados.
           
Las dificultades enfrentadas por las autoridades para recuperar el dominio, no se derivaron de que los levantamientos las hubiesen tomado por sorpresa. Se sabe que el mismo Plan de San Luis Potosí, incluso con cierta ingenuidad, anunciaba el inicio de la rebelión para las seis de la tarde del domingo 20 de noviembre de 1910. El día 16, un anónimo ciudadano de El Paso, Texas, enviaba un telegrama al Jefe Político de Juárez, en el cual lo ponía en guardia de la “grave conspiración que hay ramificada en esta parte de la frontera”. Y el día19 del mismo mes el secretario de gobierno instruía al citado funcionario para que comprara doscientas carabinas y al Jefe Político de Guerrero para que armara a cien hombres ubicando a cincuenta en San Isidro, pueblo cercano a la cabecera y del que ya se tenía información sobre un posible alzamiento armado, mismo que se produjo justo esa noche. Otro telegrama sin fecha, pero presumiblemente de principios de diciembre, daba cuenta de la extensión de la revuelta en Chihuahua, comprendiéndose poblaciones de los distritos de Iturbide, Guerrero, Arteaga, Batopilas y Cusihuiriáchic, esto es, la mayor parte del territorio del estado. En marzo de 1911, el comandante de la segunda zona militar informaba al presidente de su angustiosa situación, de hecho cercado en la capital del estado, sin atreverse a expedicionar contra los grupos rebeles de los alrededores.

Las verdaderas razones del colapso político y militar del régimen en Chihuahua y de la crisis en que pronto entró en el resto del país, deben buscarse en el aislamiento social y en el desgaste producidos por su lentitud para procesar los cambios indispensables o su franco inmovilismo. Una expresión de tales hechos puede verse en los círculos de apoyo al presidente. En su visita a Chihuahua en 1909, se leen los nombres de los invitados a la cena de gala en la capital. La lista incluye a hombres y mujeres de las familias dueñas de bancos, grandes comercios, haciendas y minas. Al parecer, ninguno de los políticos que rodeaban al presidente veía nada fuera de este círculo.

Pero los conflictos sociales ardían en el estado: de tierras, obrero-patronales, por la discriminación racial en las empresas madereras, ferrocarrileras o mineras, por la imposición de autoridades, por los abusos de caciques y mandamases, por la justicia torcida. Los que decidieron recurrir a las armas pusieron el cascabel al gato y por eso se convirtieron con tanta rapidez en los abanderados de las causas populares. Los oligarcas se quedaron solos. Tanto, que el general Luis Terrazas, el principal dueño de tierras en el país (con sus dos millones de hectáreas selectas, ubicadas en humedales, vegas de los ríos, densos bosques, praderas inacabables) se quejaba con el secretario de gobernación Enrique Creel, casualmente su yerno, de su incapacidad para reclutar quien los combatiera y defendiera sus gigantescas estancias, a pesar de ofrecer salario triple, montura y armas.
 
Y, una guerrilla  a la que no se le vence, finalmente deviene en un ejército organizado. Esto fue lo que ocurrió en Chihuahua en 1910-1911. En unos cuantos meses, los combates y los desplazamientos, las muertes de sus paisanos, parientes o amigos, curtieron el alma y el cuerpo de estos rancheros levantiscos y los hicieron finalmente soldados de una causa y una organización.

Y lograron algo que parecía irrealizable: la renuncia del dictador. Fue mucho y a la vez poco, ya que hubieron de seguir en la guerra por una década para alcanzar algunas de sus aspiraciones. Otras quedaron postergadas o sepultadas entre la demagogia, las traiciones y las derrotas.

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