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“LOS HIJOS DE LA CALLE,
LOS NIÑOS SIN AMOR”

Tomás Corona Rodríguez

culturalogoSucios del cuerpo, limpios del alma,
van dando traspiés por el mundo
entre la ruina y el llanto.

Llevan la esperanza en una caja de chicles
y los bolsillos repletos de miseria.

Su horario de trabajo es infinito.
Su alegría es la máscara de su tristeza.

Son fuertes como un roble
y capaces de partirse la madre con cualquiera
por defender lo suyo, lo poco que tienen.

Hace ya tiempo que perdieron el miedo.
La soledad es su amiga y consejera.

La calle los reclama,
aún con sus pomposos derechos constitucionales
que tanto agradan a las encopetadas
para lucirlos en la foto.

Son libres, nobles, solidarios,
pero están atrapados en la ignominia,
en esta pinche sociedad
que paulatinamente los destruye.

Son soberbios, leales y francos,
pero a la mayoría le espera la pandilla,
la droga, la cárcel, la muerte.

¿Y sus padres?... Bien, gracias.

Surgen por todas partes. Hormiguillas cuajadas de desinterés social, negras de sol como su suerte. Los miras pasar junto a ti y si eres sensible te conturban, te atraviesan, te rozan el alma y, aunque te duela la impotencia, poco o nada puedes hacer. Su destino infame es deambular por entre avenidas mugrientas.

Su fortaleza es innegable porque su corazón se ha convertido en roca, sólo sus ojos saben aún llorar, más de rabia que de tristeza. Se unen para engrandecer su desgracia, discuten, impera entre ellos la ley del más fuerte quien gana la codiciada esquina, la más concurrida para bolear, vender periódico, golosinas, o para ganarse un lugar en el orden riguroso que han sistematizado para vender chicles en el camión correspondiente, arriesgando en ocasiones su vida, pero no les importa porque han aprendido a vivir en el peligro.

Su foco de atracción, su hábitat natural es la calle, el centro citadino, donde el ruido y la mugre han hecho su imperio y donde fluyen las corrientes de oro de nuestra sociedad consumista. Ellos, los niños sin nombre, lo saben, lo perciben, es su modo de sobrevivencia y revolotean allí como moscas alrededor de un basurero, desarrapados y sucios, pero con el alma pura.

Otras veces, en los autobuses urbanos, juegan haciendo piruetas con la muerte. Llevan en cajitas o en aros de acero un sinfín de productos, su cantaleta y el tono de voz para anunciarlos son diversos. Y venden, y les va bien a veces y sería bueno saber hacia donde van a parar sus ganancias. Otros cantan, son artistas del hambre, o se pintan la cara, payasitos que han aprendido a reír con llanto y a llorar con carcajadas. La gente “caritativa” les otorga su lástima y dos o tres monedas miserables, su precio real, valen tan poco en nuestra inicua sociedad.

Anémicos, escuálidos, endebles, correosos, madurados a fuerza, los niños anónimos aún sonríen en ese su mundo plagado de injusticia y crueldad, donde se pierde pronto la inocencia y reina la ignorancia. La escuela está vedada para ellos, la vida los educa a chingadazos. A veces, en la oscuridad de la noche, no soportan más y lloran de miedo entre las ratas su amargo pesar, su rabia contenida, su vida tristísma. Y mueren atropellados, violados sin misericordia, atravesados por una navaja o golpeados por sus explotadores. Tal parece que no tienen esperanza… ¿Quién hará valer sus derechos?

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