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LA FALTA DE POESÍA MATA
Ileana Cepeda

Carlos vive en la lectura de sus poemas, en la poesía que emerge de sus enamoramientos  inciertos que nacen en la verdad de sus palabras. Cada noche del miércoles se encamina al foro de escuchas ávidos de letras formadas en rimas y estrofas de perfecta métrica. En el camino estudia su voz, la entonación, la postura y el discurso de galanteo que usará si sale una oportunidad. Se sienta solo en la esquina, espera su turno para leer al frente, anuncian su nombre y sus piernas toman la fuerza de sus poemas que se encaminan al micrófono.
Hace unas horas recargado en la mesa, una voz le dictaba el poema que con perfecta caligrafía escribía sobre un papel amarillento. Un megáfono le servía para ensayar los movimientos y la acústica; cuando se sintió satisfecho, se levantó con papel en mano y su cuerpo movido por la poesía se encaminó al foro.
Durante la semana sus movimientos y pensares se dirigían a imaginar cómo sería su próxima presentación caminaba y sentía que estaba sobre el estrado, la luz del sol le alumbraba la cara y sonreía de felicidad pensando que el miércoles próximo la iluminación favorecerá su piel morena. El instinto de poeta le provocaba el impulso de caminar, dar pasos al ritmo de las bucólicas de Virgilio. Desconocía al poeta pero iban siempre de la mano andando por los espacios.
Como estampa antigua coloreaba las aceras de la ciudad. Cargaba un traje añejo impecablemente limpio donde acomodaba los 80 versos que acumulaba con los años. La  estatura baja nos retrataba  su vejez. Su rostro gritaba con sus grandes ojos brillantes que sonreían. Su inseparable sombrero llamó mi atención la primera vez que lo vi.
Lo escuché leer y su voz añeja me hizo voltear, al terminar se encaminó a la puerta donde lo intercepté y le pedí que me mostrara sus poemas, me sorprendió la delicada exactitud en las formas de cada letra. Me prometió unos versos para mi rostro, permití el coqueteo,  me pidió que regresara la próxima semana a escucharlos y le contesté que sí, con la convicción de que no lo haría. Al despedirse dejó en mi mano un papel con su vida.
El último miércoles, como cada mitad de semana el imán que lo atraía a la vida lo hizo encaminarse al mismo lugar. Un anuncio le avisó que se había cancelado el programa de lectura de poesía. La habitualidad no le permitió pensar en otra opción. Se regresó sin la fuerza, sin el impulso, sin el arrebato que le provocaba dar cada paso. Imaginaba su vida sin poesía. Sin vida. Sin poesía. Apeó la acera, decidió cruzar la calle por debajo del puente de la mano del poeta, se dejó llevar al infierno. Donde viven los verdaderos poetas que mueren sin la poesía.

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