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1073 5 Junio 2012

 

El Estado como bully
Cordelia Rizzo

Hostigamiento y criminalidad, II

Monterrey.- Se avizoran los signos de la violencia, su claridad nos abruma: un narcobloqueo espectacular en Morones Prieto, coches en llamas, fila de carros cual escena de literatura fantástica. El 13 de mayo aparecieron 49 cuerpos cerca de Cadereyta. Es el tipo de eventos que nos indignan más, si no es que ya fue la criminalidad a tocar a la puerta de uno. Nos agobia ahora, también, la promoción del voto de los partidos. 

Mucho de lo que cargamos a cuestas los ciudadanos es el efecto de los reiterados narcobloqueos, exhibiciones de cuerpos y cadáveres, elecciones ‘aleatorias’ de negocios para extorsionar y demandarles cuotas altísimas a pequeños comerciantes que luego cierran sus empresas.  Después de esto, se nos pide que confiemos en instancias que nos han repetidamente desilusionado. Parece que nos pescan del peor humor y con la menor cantidad de fuerzas. En línea con Freud en El malestar de la cultura, esto es la tragedia humana del sufrimiento diversificada, porque los que nos atacan nos atacan, y los que se supone que deberían protegernos de ellos también nos atacan de otra manera, y hoy día nos piden que volvamos a elegir a un posible adversario político...

En la confianza de las conversaciones salen a flote las experiencias con los criminales. Lo más frecuente son llamadas de extorsión, en las que no se clarifica la razón de la llamada, sino que permanece la amenaza global de que algo puede pasarle a la persona o a su familia y que la agresión ha sido motivada por motivos insondables. Aunque con recursos monetarios y emocionales, quedan las personas en la deriva de la confianza: ¿a quién decirle? ¿Cómo lidiar con ello? ¿Lo acreditarán o dudarán del testimonio?

Aminoran las fuerzas, pues la atención que hay que ponerle a las llamadas para saber qué hacer frente a ellas hace mella en el estado anímico de la persona y aquellos/as a quienes les confía su pesar.  Esto lo digo por abordar la periferia de los encuentros, y no las extorsiones que cierran negocios, los asesinatos, los secuestros y los robos. Esta modalidad de hostigamiento rara vez cobra relevancia, pues se ve opacada por las muestras de violencia más visibles.

El Estado como bully
La interactividad de los ciudadanos con el aparato gubernamental es otro lado de la misma moneda. Si bien muchas de las oficinas y de los trámites se han vuelto más racionales y amables, el descrédito a las instituciones surge de muchas vivencias al nivel de ventanilla. Éstas también evidencian un efecto bully.

Hay instituciones del Estado que mandan inclusive mensajes contradictorios cuando atienden a las personas que van a denunciar a miembros de las policías, pues la persona que recibe a los afectados es justo un hombre uniformado. Promueven la igualdad y lo primero que les preguntan a las víctimas o afectados es por su ingreso mensual. 

Por ejemplo, a las mujeres transexuales, que conforman un grupo vulnerable de ser hostigado por la policía, se niegan a llamarlas por el nombre con el que se identifican, cuando esto les costaría poco. Son instituciones ─en teoría─ diseñadas para el ciudadano afectado, que en la práctica intimidan con gestos y actitudes. Han rechazado, a lo largo de los años, replantearse sus procesos de atención. 

Uno camina con la vestimenta que trae puesta, en el mejor de los casos la conciencia de los talentos y recursos que tiene a la mano, pero no deja de ser dura la manera en la que las instituciones públicas lo reciben en actitud ‘a la carga’.  Sobre todo lo hacen porque ─supuestamente─ uno debe reverenciarlas porque son ‘expertas’ y serviciales, pero quienes ya nos hemos quemado con la leche no volvemos a dejarnos estar en manos de las instancias, al menos no del todo.

Desde luego que hay niveles de necesidad y afectación, además de que hay muchos ciudadanos que hacen mal uso de las instituciones, pero parece que la gran ausente de los procesos administrativos es la capacidad de detección de estos grados, y mucho menos hay una voluntad de respuesta. No saben aún, los encargados de la atención, qué es lo que uno solicitará, la gravedad del asunto, o para qué se ha ido a dar la vuelta y ya la trataron a una como si fuese un zángano, una insolente o un criminal. 

Las crónicas de los afectados por la violencia de la guerra contra el narco relatan una recepción en las instancias gubernamentales, sobre todo las del Poder Judicial, que les brinda un vistazo a la complejidad burocrática existente. Les da la implacable señal de que “de este laberinto no te salvarás, no eres especial y lo que te pasó ya ha sucedido incontables veces en la historia humana”.   

Hace tres años se acercó conmigo la madre de una chica que había sido violada y haciendo gala de un tipo de templanza que yo no logro entender, me platicó que el procedimiento de denuncia de su hija estuvo caracterizado por una actitud demasiado técnica y fría del personal.  Sentía que les estaba hablando a tambos vacíos. Sabía que debía hacerlo, podía sobrellevar la impotencia de ver a su hija sufrir en un entorno que no la arropaba, pero no lograba confiar en las autoridades correspondientes. 

Las madres de desaparecidos/as han relatado que antes de que llegase Javier Sicilia a Monterrey la primera ocasión, sencillamente se abría un expediente de sus casos y en las reuniones de seguimiento, meses después, se percataban que no se había hecho nada: ni una llamada, ni una diligencia, ni una rayadura de lápiz. A raíz de eso es que han optado, o se han visto orilladas a aprender el oficio de investigador y ellas mismas han ido aportando los indicios para la búsqueda.

Dada la adhesión universal al principio de guerra preventiva de muchas instituciones sociales ─como política pública implícita─ (sospecho de los ciudadanos porque no vaya a ser que quieran algo), es de esperarse la falta de confianza en las organizaciones mezclada con una sensación de que nunca se hace lo suficiente para estar en buena relación con la autoridad. Natural es sentirse abrumado. Es comprensible derivar y elegir otras opciones: mejor no seguirla, mejor subvertirla, enlodarla o hacerle mala reputación.

Este tipo de violencia de Estado figura poco en el discurso de ‘lo qué es una verdadera agresion’. Se encuentra en el trasfondo de lo que se vive, y parece que es un humilde tras bambalinas, cuando en verdad integra la atmósfera que se vive intensamente a diario en la ciudad.  Es componente estelar del estrés que acaba con el gusto por las cotidianeidad de muchos y con la tranquilidad de casi todos. 

Los criminales y el Estado funcionan como bullies, que utilizan cierta condición de ventaja que les dota el contexto para amedrentar al ciudadano común. Están bien conformados en masas en pro de objetivos y estilos de trabajar comunes. Han hecho bien su tarea, pues los han efectivamente caucionado contra hacer de su queja una lucha, y/o de su lucha, un acompañamiento colectivo de otras luchas, pues parece que se está condenado a estar siempre del lado del débil.  Al débil se le mata, se le humilla, se le destruye, dice el ciclo de la violencia humana. Por ende no es fácil articular un frente contra este tipo de abusos tan integrados a las estructuras. 

Sin embargo, de vez en cuando hay un superávit de gente harta, de locos, gente lúcida y de sobrevivientes de agresiones que se ponen de acuerdo para afectar la dinámica. De vez en cuando, esos débiles lo logran.

 

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