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1091 29 Junio 2012

 

1929-2012
Hugo L. del Río

Monterrey.- El problema somos nosotros: no quisimos crecer. Pueblo de niños débiles, autocomplacientes y acríticos, optamos por la línea de menor resistencia y alegremente nos pusimos en manos del Estado paternalista.

Y ellos decidieron todo, hasta los libros y las películas que no debemos conocer. No siempre fue así. El año 29 es el parteaguas.

Los historiadores coinciden: fue, quizás, el mayor fraude electoral de nuestra vida republicana. El triunfo era de José Vasconcelos: el educador (fue secretario de Educación de 1921 a 1924 y todavía se recuerda su obra), el filósofo: el civil con las manos limpias y el libro y la inteligencia como patrimonio.

No fue posible: el espadón −al servicio de Wall Street y sus lacayos autóctonos− hundió a México en un lago de sangre y en el altar de Huichilobos burló el sacrificio y las ilusiones de los mexicanos: Plutarco Elías Calles y sus amos, los plutócratas, a punta de plomo y con fajos de billetes merdosos nos negaron la entrada a los espacios generosos y limpios de la democracia.

Ochenta y tres años después, los mexicanos despertamos. El México del Tercer Milenio tiene la oportunidad de tirar por la borda el fardo de un pasado de sumisión, abyección y fracasos.

Ahora no tenemos que escoger entre bajar la cabeza y aceptar el engaño o levantar barricadas y disparar contra los coraceros del rey. México forma parte del concierto de las naciones regidas por conceptos como civilidad, derechos humanos, respeto a las leyes.

En el 29 los mosquetones del jefe máximo apuntaban a nuestros mayores.

Pero eso fue hace casi un siglo. La alternativa no es tan dramática: no se trata de escoger entre la civilización y la barbarie.

Somos Hamlet multiplicado por millones: lo que está en juego es ser o no ser.

Ninguno de los caminos está libre de espinas, pero podemos escoger nuestro sendero. El chico travieso dependiente del padre arbitrario y despótico será mañana, si quiere, el ciudadano libre y dueño de su patria.

Nada es gratis. Siempre hay que pagar un precio. Vale la pena.

“Aunque eres rey, hemos de ser iguales”, le dice Tiresias a Edipo en la tragedia de Sófocles.

 

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