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1256 18 Febrero 2013

 

En el pozo del cinismo
Hugo L. del Río

Monterrey.- La primera responsabilidad de Rodrigo Medina es desplegar el mejor de los esfuerzos en defensa de la integridad física de los nuevoleoneses. No lo está haciendo. Puede gastar diez veces más dinero –dinero nuestro– en promover su imagen: Nuevo León, nos dirá, tiene el mejor gobierno del mundo. Sospecho que no convence ni a su papá. Son patéticos esos infomerciales en la TV.

En menos de 24 horas, de sábado a domingo, nueve personas murieron aquí, víctimas de la brutalidad y la impunidad del crimen organizado. Vemos en la pantalla chica al comandante Gallo, titular de eso que llaman Fuerza Civil. Sus muchachitos, atléticos, bien parecidos, criollos todos ellos, con marcialidad que les envidiarían los prusianos, marchan con precisión en cuadro al tiempo que el señor Gallo, en tono de voz digno de macho militar iberoamericano les grita tres veces –estos chicos, ¿son sordos o débiles mentales?– “qué venimos a hacer”.

A uno se le ocurre pensar que la respuesta debería ser: desvalijar cadáveres, pero sería injusto. Sólo dos de esos azules han sido sorprendidos en ese acto huérfano de nobleza de hombre bien nacido. De acuerdo: no son saqueadores de tumbas. Pero el hecho subsiste: los narcos nos están asesinando y la administración de los Medina, padre e hijo, se limita supongo que a jugar damas chinas.

El niño Rodrigo está tan alejado del nuevoleonés de a pie que casi toda la sociedad se siente convencida que el pequeño gober vive en Tejas. No es cierto, pero esa es la percepción de la sociedad, le guste o no al multifuncional Domene.

Nuevo León está enfermo: no es nada más la narcoviolencia. No, lo peor es que lo monstruoso lo aceptamos como forma de vida. Los narcos son nuestros vecinos, en muchos casos nuestros socios.

Monterrey será una metrópoli, pero para fines de chisme somos una congregación, como las llamaban antes. Todos nos conocemos, sabemos quiénes somos, a qué nos dedicamos, de dónde venimos. Tenemos vida de barrio, lo mismo en la Niño Artillero que en Garza García. No hay engaño. Aceptamos al capo y, sobre todo, a sus dólares.

Caímos en el pozo del cinismo y la complicidad porque el gobierno nos empujó. ¿Cómo vamos a denunciar a nadie si sabemos perfectamente que la policía les dará a los malos nuestro nombre y dirección?, ¿para qué nos ofrecemos a asistir en la captura de los sicarios si los jueces los dejarán libres?

El cáncer social que nos agobia convierte la pesadilla en realidad. Vemos a niños de trece o catorce años que degüellan, abaten a tiros a mujeres embarazadas y a peques de primaria. El submundo delincuencial ofrece oro y plata al lumpen y al oligarca, y unos y otros lo aceptan: el hijo del arroyo cobra su mísera mesnada con el cañón del fusil todavía humeante; la familia del magnate se limita a firmar documentos de asociación con el capo de la colonia.

Muchas familias de rancio abolengo visten armiño sucio de sangre y pólvora. Por lo menos, las criaturas de las cloacas pueden alegar en su descargo que nacieron en miseria y desesperanza. “Mi señor”, dice uno de los asesinos a Macbeth, “estoy tan amargado por las vilezas y los embates del mundo que no tendría miramiento alguno en ejecutar la peor de las acciones”. En este pantano nos estamos hundiendo.

 

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