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1328 29 Mayo 2013

 

FRONTERA CRÓNICA
Regreso a casa
J. R. M. Ávila

Monterrey.- Mi camino de regreso a casa no es como el de Ulises a Ítaca, plagado de cíclopes furiosos, tempestades accidentales, Circes apasionadas, sirenas que inducen al naufragio, sombras de muertos o Calipsos que prometen inmortalidad.
No encuentro cíclopes en mi camino pero sí un tráfico que atesta las calles y las avenidas por las que paso, de manera que apenas puedo avanzar dos o tres kilómetros en media hora, es decir, a una velocidad de cuatro a seis kilómetros por hora cuando las señalizaciones marcan sesenta como velocidad máxima (una burla involuntaria, supongo).

Tampoco enfrento tempestades pero apenas salgo del embotellamiento de tráfico (vehicular, no narco), entro en una zona escolar en la que invariablemente me topo con la amenaza de un agente de tránsito que siempre tiene detenido y a su merced un vehículo (uno diferente cada vez, hay que aclararlo). Aunque jamás me ha detenido, me temo que no debiera decirlo porque casi siempre que uno se ufana de que algo no le ha sucedido, no tarda en sucederle. Es como una ley que debiera declararse ilícita.

No hay sombras de muertos que me intimiden pero, en cuanto me alejo respirando tranquilidad y acelerando, no bien llego a la velocidad permitida de cuarenta kilómetros por hora, nuevo atoramiento. Todos a vuelta de rueda por un buen rato, como detrás de una peregrinación (aunque no es temporada), hasta que descubrimos que se trata de una procesión tras una carroza mortuoria. Mis respetos, pero tengo prisa y la rebaso.
Nada hay como acelerar de nuevo pero, aunque no me acechan sirenas con sus cantos, cuando no he recorrido aún cinco kilómetros, de nuevo el tráfico vehicular se estanca. Un mercadito se extiende por más de un kilómetro e invade no sólo las banquetas sino dos de los tres carriles de la avenida por la que voy.

No surgen Circes a mi paso pero, apenas salgo de ese escollo, se vislumbra el flamante puente que anuncia los últimos dos kilómetros para llegar a casa. Sin embargo, antes de subir por él, un puñado de agentes de tránsito detienen la circulación para que pasen transeúntes, dado que en todo pensaron al construir el puente para vehículos, menos en uno para la gente de a pie (seguro ha de salir más barato pagar a cinco o seis agentes, aunque los dotes de chalecos antibalas, no siempre de su talla, que en construir un puente peatonal).

Ya estoy en lo alto del puente y no aparece Calipso alguna, pero de nuevo hay que detenerse porque a alguna de las policías que proliferan por estos lugares se le ha ocurrido improvisar un retén, atravesando una patrulla y logrando que los tres carriles se conviertan de nuevo en uno solo. Celebro que no lean mis malos pensamientos.

Ni Ulises tendría tanta paciencia para hacer el recorrido. Está bien que su viaje duró diez años, pero al menos tuvo tiempo para asimilar y hasta disfrutar cada uno de los escollos. Yo recorro veinticinco kilómetros en hora y media, regreso harto de los escollos y, lo peor de todo, con la certeza de que mañana se repetirán de ida y de regreso, sin remedio.

 

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