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1400 6 Septiembre 2013

 

Según La Jornada carezco de derechos
David Carrizales

Ciudad de México.- Querido Diario: Cuando terminé la secundaria en Mier y Noriega, Nuevo León, mi padre se oponía a que continuara mis estudios, porque sostenía que faltaban productores para alimentar a este país.

Así pasaron dos años que dediqué principalmente a labores agrícolas y a la supervisión general de alimentación de ganado menor. Es decir, fui pastor de cabras. Era un tiempo lluvioso, después del mediodía yo pastoreaba los animales cerca de la casa de mi natal San José de Medina. Cayó un aguacero y las cabras corrieron a refugiarse en un techito de vara de sotol que mi padre les había construido en el corral de piedra.

Entré a la cocina cuando mi padre se disponía a disfrutar un caldito de pollo bien caliente con tortillas recién hechas, y mi madre me sirvió un plato para que comiera también. Sorpresivamente, mi padre colocó sobre la mesa una enorme llave de esas que abrían las cerraduras de las puertas antiguas. Y le pregunté: “¿eso para qué es?”

Sonriente me dijo: “les rente un cuarto para que se vayan tú y Gabino (mi hermano mayor) a estudiar en Doctor Arroyo”. Así inicié mi carrera como alumno de la Preparatoria 10 donde nació mi vocación de periodista, y de ahí pasé directo a la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la UANL.

Tuve grandes maestros de gratos recuerdos en la FCC como Silvino Jaramillo, Cruz Pérez, Blanca Palomares, Emma Verástegui, Homero Galarza y Aracelly Jiménez, entre otros.

El 29 de noviembre de 1982, ingresé como reportero a El Porvenir, un diario (otro querido Diario) que marchaba a la vanguardia en cuanto a la apertura de sus páginas para tratar temas espinosos y ofrecer pluralidad en la opinión editorial.

Después de cinco años y medio, triste por la existencia de conflictos internos, salí voluntariamente y estuve por breve tiempo en Y Punto, de Matamoros; El Diario de Monterrey (hoy Milenio), El Financiero (edición Nuevo León) y  Vanguardia (Monterrey).

El primero de agosto de 1991, empecé a colaborar con La Jornada como corresponsal, siendo contactado por Mireya Cuéllar Hernández que estaba en Monterrey para cubrir los comicios donde resultó electo gobernador de Nuevo Leon, Sócrates Rizzo. Irónicamente, fue Cuéllar Hernández la que me comunicó, y al parecer decidió mi despido, a partir del 30 de junio de 2013, con el aval de las áreas editorial y administrativa de La Jornada.

Fueron 22 años en La Jornada de los que jamás me arrepentiré, porque conocí a grandes compañeros del oficio que siguen abrazando los valores originales del diario, a contracorriente de unos cuantos que han conquistado posiciones de poder y poco a poco le han ido restando presencia y prestigio entre los grupos y actores sociales que lo hicieron una gran empresa periodística.

La mayor parte de esos años, con excepción de la recta final, me sentí parte de un gran equipo, donde se reconocía y valoraba mi trabajo, mientras yo en correspondencia hacía siempre mi mayor esfuerzo y portaba con orgullo la camiseta.

Pasé por alto que a veces casi pagaba por trabajar, cubriendo los gastos de  taxis, comidas, o gasolina y estacionamiento. Además, no contaba con seguro social ni seguro de vida por parte de la empresa, mientras Nuevo León pasaba por la etapa más violenta de su historia moderna, con motivo de la guerra del narcotráfico.

Yo hubiera seguido trabajando aun en esas condiciones porque amo el oficio, y siento que los periodistas tenemos una función social que cumplir, y sé que con mi trabajo contribuí a detener proyectos depredadores de la naturaleza, ayudé a impedir que se cometieran despojos contra cientos de familias, y colaboré para que se conocieran fuera del estado las injusticias que cometen autoridades y patrones.

Pero de pronto, una decisión de directivos del diario me cerró la llave y dispuso que ya no fuera parte del equipo, sin consideraciones a mi situación personal y familiar ni a los servicios que les presté con mi trabajo, afirmando que carecía de derechos por haber laborado por honorarios.

Es decir, según su lógica, yo carecía de derechos porque ellos me los negaron durante 22 años. La empresa me ofreció, como si se tratara de un gesto de caridad y no de justicia, un indemnización que representaba aproximadamente la quinta parte de lo que me corresponde por ley, lo que por supuesto rechacé.

Por eso hoy viernes, a las 12 del mediodía estaré realizando una protesta frente a las instalaciones del diario. Espero que con ello se abra el candado que los directivos del periódico me cerraron el pasado 30 de junio. Otra vez, como en mis años juveniles, estoy ante la expectativa de una llave que puede abrir (¿o cerrar?) el portal de mi destino.

México, Distrito Federal, cinco de septiembre de 2013.

 

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