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1422 8 Octubre 2013

 

Hasta pronto Raúl
Hugo L. del Río

Monterrey.- Conocí a Raúl Torres Barrón en Excélsior, nuestro Excélsior. Era reportero de primera página, y en el diario dirigido por Julio Scherer aquello no era hazaña menor.

Raúl también los tenía bien puestos. En una ocasión lo golpearon unos fusileros paracaidistas por interponerse entre ellos y los estudiantes a quienes estaban madreando. Excélsior lo envió de corresponsal a Madrid y ello estrechó nuestra relación, toda vez que yo faenaba en la Sección Internacional. 

Vivimos juntos el desastre del ocho de julio de 1976 y luego me invitó a colaborar con él en la ahora desaparecida secretaría del Patrimonio Nacional, ya en el sexenio del JoLoPo. Inestable como soy, al poco rato me fui con Manuel Becerra Acosta a poner mi grano de arena en la fundación de UnomásUno.

Surgieron las diferencias y Raúl me llamó a formar parte de su equipo en Sidermex, con Jorge Leipen Garay “el más acabado producto de la simbiosis entre Harvard y Peralvillo”, decían sus amigos. Jorge nació en Valencia, España. Su padre, aristócrata alemán, combatía en las Brigadas Internacionales y su madre, húngara, conducía una ambulancia.

Con Jorge, Raúl y el equipo que formamos, aquello era fanástico. King George, como le decía a Leipen, tenía un gran sentido del humor. En la pista del miniaeropuerto de Ciudad Lázaro Cárdenas, el jet de la corporación se negaba a despegar. Jorge abrió la portezuela y nos gritó: “¡Un pushito!” Se lo dimos y la nave tomó vuelo.

Nunca tuve problemas con Raúl, pero sí hubo fricciones en Fundidora y Altos Hornos. Dos veces renuncié y Torres Barrón, nayarita (en Tepic tengo enterradas a personas que amé mucho) me rechazó la dimisión.

Una madrugada, estando yo en Monclova, entró un oso a la Planta Uno de AHMSA. Se supone que había una guardia armada. Ni madre de los dichos vigilantes. En teoría tenía que haber unos dos mil hombres trabajando en ese turno. Sólo estaban unos cuarenta o cincuenta inadaptados, quienes dieron fe de que el plantígrado recorrió toda la línea de producción y mostró especial interés en el área de laminación.

Llamé a Raúl para ponernos de acuerdo en el manejo de Prensa. “No hagas nada”, me aconsejó; “todos los diarios monclovenses están comprometidos con nosotros. Lo mejor es hacernos pendejos”. Vivimos docenas de experiencias de ese tipo. Luego, como suele ocurrir, la vida nos separó.

No supe de él durante años, hasta que en días pasados me llegó la noticia de su muerte. Ahora recuerdo las vivencias compartidas, su alegría de vivir, su profesionalismo, su sentido de la amistad y me reprocho el olvido. Caemos en ese no sé si error o falta de sensibilidad. Estupidez del género humano. Al amigo nunca hay que dejarlo.

Se fue Raúl y sólo puedo decirle: como siempre, te adelantaste. Espérame un poco y ya verás cómo nos vamos a divertir.

 

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