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1426 14 Octubre 2013

 

El libro es mi casa
Hugo L. del Río

Monterrey.- Arúspice no soy, y tampoco tengo víctimas que sacrificar. Tal vez las larvas de SS de fuerza civil que leen el pensamiento de las personas, podrían ilustrarnos sobre lo que nos depara el futuro: ¿prevalecerá el libro sobre la cibernética? Faulkner anticiparía que si el hombre prevalece, el libro también.

Hay libros que, desde el punto de vista estrictamente de las artes editoriales, son obras de singular maestría. La casa Fernández, del defe, me obsequió un ejemplar de la crónica de Bernal Díaz del Castillo que es lo más hermoso que he visto en este, nuestro mundo de letras, papel y tinta: un tomo con portada de maderas finas en nunca imaginada hermandad con láminas de obsidiana. Las ilustraciones están a la altura del corpus. ¿Puede la computadora competir con esto? 

La Feria Internacional del Libro es una de las escasas tradiciones que merece aplauso y diez visitas. Mi hija Virginia me llevó el domingo, con prohibición de no detenerme ante los estantes. Remolcado por mi primogénita, apenas si alcancé a ver el tomo de “Juliano el apóstata” de mi admirado Gore Vidal.

¿Por qué interdicción tal cruel? La vulgaridad del materialismo: ambos llevábamos algo de marmaja, pero era billete comprometido: Shylock nos pisaba los talones con el cleaver y la balanza, listo para cobrar su libra de carne. El orgullo de mi nepotismo me dio permiso para que fuera a saludar a la niña Rocío en el espacio de la editorial Oficio. La encantadora criatura destrozó mi corazón: “No, don Huguis. No se ha vendido ni uno de sus libros”.

Pero pronto me volvió el ánimo nomás al ver, así fuera a paso veloz, hileras y estantes llenos de tomos de todos los tamaños y colores cuyo contenido plantea (aunque raramente resuelva: eso queda para cada uno de nosotros) las inquietudes del animal racional.

Ignoro si la red vencerá a la hermosura del impreso. “Que te puedes llevar la “tablet” (perdón por el pochismo, pero así le dicen) o el iPad a la plaza cerca de tu depa y ahí lees”, me dicen. Tentaciones de Satanás en el desierto de metralla, acero, vidrio y concreto. Será, pero no es lo mismo. No puedo subrayar frases ni poner marcadores de lectura en esas máquinas luciferinas. Menos todavía escribir mi nombre, mis direcciones y la fecha y ciudad donde comienzo la lectura. Ni (algunas ediciones lo permiten) guardar la invención de Satanás en la bolsa de la camisa.

Crecí con el libro y con el libro moriré. Me llevaré al horno crematorio el desprecio que me inspiraron las dos amigas que pasaron junto a mí: “Ay, Dios, pero si aquí nomás hay libros. Yo creía que esto era un mall”. “Sí, fíjate que somos unas pendejas. Aquí nada más viene gente rara a ver libros. Vámonos, tú”.

Yo no me voy: el libro es mi casa.

 

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