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1440 1 Noviembre 2013

 

EL CRISTALAZO
La historia del embajador
Rafael Cardona

Ciudad de México.- Quienes nos conocen se extrañan a veces del trato con el cual nos dispensamos Miguel Reyes Razo y este redactor. Nos llamamos mutuamente, embajadores.

Se trata de una historia de tragos largos e inclementes en un balneario, acompañados de un piano y muchas miradas de enhiestas pestañas (decía Alvarado) y otras más bien gachas con el sopor de la madrugada; es una historia de versos y canciones; historias, leyendas, recuentos y exageraciones.

No contaré los detalles pero el “cuchillo cristal” nos había rasgado las tripas y no va con el talante discreto de Don Miguel llevar a mayores grados la audacia de contar nuestras andanzas del pasado (ahora ya casi todo lo hablamos en pasado).

Basta decir una frase: cuando ya habíamos sorprendido a un auditorio fácil e impresionable, alguien desde el fondo de su alma nos dijo:

‒Ustedes deben ser embajadores, ¡pero embajadores de Dios!

Confieso la sorprendida y agnóstica displicencia ante la ya dicha representación de la divinidad, pero desde entonces; consulados teológicos aparte, Miguel y yo somos nuestros propios embajadores frente a la larga amistad de una historia común la cual, no obstante, nunca nos ha permitido trabajar en forma duradera bajo el mismo techo. 

Hemos acudido a las mismas redacciones pero nunca hemos estado simultáneamente en los mismos lugares, ni siquiera ahora cuando compartimos tiempo en el Canal del Congreso. Cuando yo llegué a “Telesistema”, él estaba en “El Heraldo”; cuando yo estaba en “Excelsior”, él laboraba en otra parte; él llegó a “Excélsior” (después de hechos de todos conocidos) y yo andaba en “unomásuno” o algo así. Y sin embargo hemos compartido más de 40 años. Hemos escrito de los mismos asuntos, navegado en los mismos barcos y bebido en los mismos aviones.

Con él he andado la Muralla China; el “mall” de Washington, la noche de Manhattan, el cielo de París y el monumento de la Paz en Hiroshima; la Plaza México en la despedida de Paco Camino (el mismo señor apergaminado a quien le brindaron enorme ovación el domingo pasado) y el Palacio de Invierno en San Petersburgo; las calles de La Habana Vieja y hemos apoyado (a la par)  la cojera de Fidel Castro, a quien un día casi sostuvimos escaleras arriba en el Palacio Legislativo de la ciudad de México, donde desde ayer una sala de conferencias y entrevistas, lleva el nombre del notable cronista.

Pero todas estas son razones personales para celebrar su distinción. Y por serlo quizá no valgan mucho. Son recuerdos y complicidades. Pero hay un aspecto profesional sobre cuya importancia quiero hacer algunos comentarios. 

Hace años, Gabriel García Márquez definió al poeta Álvaro Mutis como la promisoria presencia en un medio de “bobitos”. En el caso de Miguel y sus afanes cumplidos por el periodismo serio, informado y original; con rigor idiomático y gramatical, con apego a los hechos y con devoción por el oficio, nos hallamos frente a la excepción no de los bobos, sino de los mediocres en un campo profesional cada vez menos riguroso, adocenado en el “boletinismo”, sin testimonio, sin vivencia, sin esfuerzo ni audacia para lograr pensamientos y enfoques originales, propios y comprometidos.

Y cuando digo comprometido, no hablo del periodismo políticamente militante sino del compromiso por la profesión misma, por el respeto a las reglas del oficio, por la calidad; la búsqueda de una palabra precisa, de una cierta elegancia, de un sustantivo cierto, un adjetivo conveniente.

Cronista, reportero y náufrago del viejo buque del periodismo, de cuando no había ni fax, ni télex en todas las redacciones; formado con cuartillas y papel carbón; sin computadoras ni teléfonos celulares ni internet (quizá por eso lo ayudé a cargar por medio mundo la máquina de escribir herencia de Luis Spota); cuando nada podía escribirse sin certeza, sin haber estado ahí para mirar y palpar y como Santo Tomás, hurgar con los dedos la herida abierta en el costado de los días y de la vida, Reyes Razo es un asombroso caso de lograda tenacidad.

Muchas cosas podría yo contar de él pero la mayoría de ellas caerían en el terreno de las indiscreciones y sabiendo de su recato y su eterno cumplimiento de las lecciones de Doña Eloisa, su madre, constructora de su buena cuna, prefiero guardármelas para ocasiones menos públicas.

Ayer no pude estar con él en su homenaje-reconocimiento en San Lázaro, pero no le hizo falta. Desde hace muchos años compartimos muchas cosas sin estar en el mismo lugar a la misma hora.

Ponerle su nombre a un auditorio de la Cámara de los Diputados no hace mejor cronista a Miguel; hace mejor a la mesa directiva de la Cámara de Diputados.

 

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