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1446 11 Noviembre 2013

 

Siniestras independencias y revoluciones
Guillermo Lozano

Monterrey.- La palabra “siniestro” significa robo. Para las generaciones que tuvimos a la televisión por dios, la palabra siniestro evocaba imágenes diversas: escenas de películas donde los maleantes hacían fechorías, escenas “en lo oscurito” que nada tenían que ver con Hun Ab Ku (dios de la luz en la mitología maya) y mucho que ver con Ah Puch, dios de la muerte y sacrificios también en la mitología maya.

Ninguna de las dos asepciones es equívoca, pero, por más que prensa, televisión y cine dirigido pretendieran hacernos ver que la bondad estaba en los reyes, con el tiempo la mierda flotaba y los siniestros sacrificios ocurrían con todo descaro; hasta como escarmiento al pueblo por parte de los reyes- dioses-gobernantes, quienes tuvieron siempre a los mass media y al poder judicial de su lado.

La gran paradoja de nuestra historia, es que se ha transformado en discurso camaleónico que cambia a modo de quienes tengan poder y dinero para manipular, convencer o someter a otros a sus intereses hasta grados de irreal cinismo; y a los especialistas en verdad comprometidos con el ejercicio crítico de nuestra historia, se les difunde poco.

¿Por qué creyó el pueblo que tuvimos independencia, si las cabezas de Hidalgo y de Morelos estuvieron colgadas en dos esquinas de la Alhóndiga de Granaditas para amedrentar al hambriento pueblo mexicano? Es mejor decir que hubo un acuerdo después de once años de insurrección. ¿Para qué nos hicieron creer desde niños que tuvimos revolución, cuando antes de 1910 había contiendas electorales controladas por Porfirio Díaz, quien fue asesinado; luego Huerta asesinó a Madero; Obregón a Carranza; y las guerras cristeras a Plutarco Elías Calles?

A nuestros días, y después de aquellos tiempos convulsos en que se inventaba la historia de México transformando la sangre de mártires, ideólogos y militares en sacrificio de “héroes”, la descarada paradoja del macro-discurso desde el poder ha consistido en la simulación (apoyada por el tercero y cuarto poderes, además de los grupos religiosos dominantes) para hacernos creer que hay cambios a favor de mayorías cuando no los hay; o que la brutalidad de ejércitos y policías se usa para bien de la gente, del país, cuando protegen intereses de particulares minorías, o peor aún: individuales.

Como ejemplos podrían bastar las verdades que primero revelaron escritores, y después la apertura de archivos sobre el asesinato masivo de estudiantes en Tlatelolco durante 1968; verdades en aquel tiempo atenuadas o distorsionadas por los principales periódicos del país y ahogadas de súbito con el opio mediático de las olimpiadas.

Otro ejemplo: el asesinato de Luis Donaldo Colosio, contendiente priista a la presidencia en 1994, cuya verdad sigue sin revelar culpables directos y es como la verdad de Tlatelolco, sutilmente develada a oleajes de arte testimonial: películas, libros y documentales. Otro ejemplo: el megalómano discurso de Carlos Salinas de Gortari acerca de un “México primermundista” para iniciar la fase más rapaz del neoliberalismo económico en nuestro país (y sus fraudulentas elecciones contra Cuauhtémoc Cárdenas para llegar al poder) con perspectiva en continuo durante los sexenios panistas y su supuesto “cambio”.

Lo que ocurre ahora mismo, es quizá la más siniestra de todas las revoluciones-in-voluciones que hemos sufrido, esa puerta neoliberal que desde el sexenio de Fox abrió posibilidades ilimitadas al dinero del narco y dio más poder a los grupos delictivos, quienes además de luchar entre ellos por asegurar el comercio de su droga, se disputan los territorios, los objetos y hasta las vidas del común ciudadano y el campesino; las vidas de quienes laboramos de manera honesta.

La llamada “guerra del narco” parece ser la última de las revoluciones siniestras de México. Al no combatirse con inteligencia, al dejar intacta la estructura económica del narco, y al no crear una cultura general adecuada del uso, vendimia y distribución de drogas (propuesta mundial que el gobierno de Enrique Peña Nieto sigue sin aceptar), hizo cambiar al pandillero de navajas y piedras a pistolas y ametralladoras; convirtió al policía y militar en asesino y secuestrador nato con placa de día y capucha negra de noche; y a grandes porciones de la clase juvenil media baja en decadencia, dejar de creer en el estudio como modo de superación para adherirse al corrupto e inmediato poder adquisitivo de la delincuencia. La guerra del narco pulverizó la capacidad racional del común ciudadano al transformar su mente en un archivo violento de sed de justicia, miedo y venganza.

A mayor abismo entre las clases sociales, más oscuro, hurtado y siniestro podría ser el futuro de las vidas de quienes aún creemos que las cosas pueden ser de otra manera en nuestro país. Sumamente triste es que las armas y las prácticas de violencia y extorsión, en contubernio o no con la delincuencia, subyuguen a nuestros agricultores y se filtren en nuestras universidades, colonias y escuelas; que sean los aberrantes canales de energía de nuestras juventudes frustradas en vez de que en terrenos de subsidios laborales, de educación, arte y deporte, se haga políticamente lo suficiente para darles una vida digna a los jóvenes.

 

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