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1461 2 Diciembre 2013

 

El mito de la Revolución
Víctor Orozco

Chihuahua.- El pasado 20 de noviembre, Pedro Siller y yo compartimos algunas reflexiones sobre la revolución mexicana en el aula magna de la rectoría de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Una de la ideas puesta en el debate es ya recurrente: ¿Cómo explicar la muerte o la inexistencia misma de la revolución, decretadas por connotados miembros del mundo intelectual a la luz de las constantes recreaciones, remembranzas, batallas políticas libradas en su nombre, recuperaciones de sus personajes y símbolos, que pasan a diario?

A la manera de las versiones en torno al holocausto judío, primero llegaron algunos dispuestos a reducir dimensiones o significados, y al final, leímos y escuchamos a los llamados negacionistas, quienes de plano propusieron la inexistencia de las masacres sistemáticas perpetradas por los nazis contra judíos principalmente, pero también contra gitanos, comunistas, homosexuales y disidentes de distintas clases. El holocausto es un mito, se dijo, construido por los vencedores de la segunda guerra o en todo caso por la propaganda sionista.
 
Puede que alguno juzgue a la comparación inexacta e inapropiada. Sin embargo, no lo es tanto si pensamos en las fuentes primarias sobre el movimiento armado de 1910. La idea me vino, cuando en una visita reciente a los archivos nacionales de Estados Unidos, leí mientras esperaba los expedientes solicitados sobre temas de historia mexicana, un grueso catálogo en el cual se comprendían fajos de documentos, testimonios, informes, imágenes, estudios, sobre los famosos campos de exterminio montados por la Alemania nazi en Europa. Como los datos comprendían las dimensiones del espacio ocupado por los contenedores, a ojo de buen cubero calculé muchos metros de estantería.

De la revolución mexicana también se asevera que es un mito. Y como tal, fue edificado con método por sucesivos gobiernos a partir quizá del encabezado por Álvaro Obregón, entre 1920 y 1924. Los “negacionistas” más radicales de la revolución, nos dicen que en México ocurrió entre 1910 y 1917 una descarnada y cínica lucha por el poder estatal. Más allá de eso, no se encuentran rastros de programas políticos o de reivindicaciones sociales sostenidas por los ejércitos o grupos participantes. Quizá algunos documentos de profesores rurales o de anarquistas, sin relevancia. Rememoro distintos archivos mexicanos sobre el tema, en los cuáles se contienen cientos de miles de documentos y el “mito” del holocausto, con su plétora de fuentes, me reaparece.

El alegato, al último, no es nuevo en el debate sobre las revoluciones. Para no ir mucho más lejos, se produjo apenas concluyó la primera fase de la revolución francesa, con la destitución de la monarquía y el sistema feudal. Uno de sus primeros formuladores fue Edmund Burke, el filósofo político de origen irlandés, quien, en defensa del tradicionalismo y de las instituciones del antiguo régimen, postuló que las revoluciones ni siquiera son posibles. También lo hizo, para proteger y desplegar los intereses de la iglesia católica, otro conservador o reaccionario destacado, Joseph De Maistre. Ambos influirían profundamente a los sucesivos pensadores y teóricos de conservadurismo. En México, el eminente historiador Lucas Alamán fue seguidor decidido de esta corriente y como tal combatió la herencia derivada de la guerra de independencia, que a sus ojos, no fue sino una malhadada tragedia, producto del odio contra el sistema colonial, sembrado por algunos desleales como Miguel Hidalgo. 

Quienes ahora sostienen una parecida tesis sobre la revolución mexicana, asumiendo que la prolongación del régimen porfirista hubiera significado para el país la consolidación del orden y el progreso tan ansiados, igual consideran a la revolución como otra tragedia originada en la pugna por el poder a secas.

De la misma manera como lo hicieron los conservadores decimonónicos respecto de la independencia, combaten también su herencia, al tiempo que niegan las causas y reivindicaciones sociales motivadoras de la o las insurrecciones. A fin de cuentas son eso: conservadores. No les acuerdan a las masas de campesinos o trabajadores de los variados oficios y estratos integrantes de la mayoría del país otro rol que el de apoyadores de tal o cual caudillo u organismo político.

Así, entienden que Francisco I Madero encendió una tea cuyo deslumbre encandiló a quienes lo hicieron fuerte en el terreno de las armas, sacrificando vidas y patrimonios, sólo para llevarlo al palacio nacional.
 
Pero, regresando al punto de partida, el material histórico disponible, revela otra cosa. Muestra las aspiraciones extendidas y arraigadas en una porción considerable de la sociedad, quizá minoritaria, (ante una mayoría pasiva o silenciosa) como argumentan algunos, pero actuante y resuelta por el cambio. (¿Y cuándo o dónde, a propósito, se ha producido una revolución con el involucramiento activo de la mayoría?

En Estados Unidos, por ejemplo, donde todo se cuantifica, sesudos estudios muestran cómo los adherentes a la independencia, esto es, a la gloriosa American Revolution, estaban en franca minoría frente a los partidarios militantes o pasivos del rey inglés.)

En estas fuentes primarias están muchos principios, expuestos en planes revolucionarios, manifiestos políticos, libros, canciones, actitudes: la tierra para el que la trabaja, la eliminación de los privilegios de la clase política y de los grandes dueños, la distribución equitativa de la riqueza, la educación popular, laica y gratuita, el sufragio efectivo, la fortaleza de las libertades públicas, la defensa de los recursos naturales, la política exterior independiente y abierta, el aliento a la unidad con las naciones latinoamericanas, la promoción masiva de la cultura y de la educación superior. Todas estas divisas fueron recogidas a lo largo del movimiento armado y en las décadas que le sucedieron.

Reducir a un quítate tú para ponerme yo y a la manipulación ideológica los gigantescos movimientos armados y las movilizaciones de masas que implicaron, sustentadoras de reivindicaciones y demandas profundamente arraigadas en el pueblo mexicano, muestra una grave incomprensión de los procesos históricos. En estos análisis difícilmente se puede ocultar el eterno desprecio a los de abajo, juzgados como simples marionetas de los grandes jugadores políticos, casi siempre beneficiarios directos al mismo tiempo de la riqueza económica.

Y bien, es incuestionable que en el curso de las luchas populares, sobre todo de las dimensiones y trascendencia de las libradas durante la segunda década del pasado siglo, brotan personajes míticos, así como leyendas, anécdotas imaginadas y relatos sin fin. Ello ocurre siempre y en todas partes. Ha sucedido con la figura de Pancho Villa, por ejemplo, convertido en santón, omnipresente. Pero mas allá de las desmesuras y apasionamientos sobre los cuales se asientan las fábulas, existe un sustrato firme, denso, constituido por esta amalgama de agravios, aspiraciones, conductas, propuestas, mentalidades, que llevaron primero a unos cuantos y luego a decenas de miles a una lucha por alcanzar mejores condiciones de vida. El grueso sucumbió sin conseguirlo, e incluso a su muerte dejó las cosas peores a como estaban. Pero, quedó trazada una ruta por dónde avanzar.

Este programa histórico, a manera de brújula, ha impedido hasta hoy
extravíos y regresiones de amargas consecuencias, como las provocadas en países sudamericanos por los golpes militares, que hundieron a sus pueblos durante decenios en el sufrimiento de las tiranías.
 
Justamente por este carácter real, no ficticio ni mitológico, es que la revolución de 1910 sigue siendo una fuerza motriz para los cambios sociales en México a pesar del despilfarro y la desfiguración de su legado realizados por los sucesivos gobiernos. Ello explica la razón por la cual cada vez que en la república emerge un movimiento popular, sus protagonistas se vuelven a los orígenes y buscan en las demandas, documentos, símbolos y personajes del movimiento armado de 1910, el piso firme desde el cual presentar la batalla por sus intereses. Si éstos no han podido colocarse en la prioridad de las políticas públicas no ha sido a causa del legado revolucionario, sino a pesar del mismo, tergiversado y falsificado por corruptelas, traiciones o complicidades.

Viva en la conciencia de la mayoría del pueblo mexicano, esta revolución no parece sufrir demasiado con los afanes de sus cavadores.

 

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