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1486 6 Enero 2014

 

Doña Amelia
Irma Alma Ochoa

Monterrey.- En un albergue para personas de edad avanzada transcurren los días de doña Amelia. Recién ha ingresado y dice estar contenta en su nuevo hogar.

A principios de diciembre festejó su cumpleaños 91. Su familia y sus recientes amigas la agasajaron con un guiso de pollo, pastel, café, chocolate, té, limonada y refrescos. Antes de ingresar al albergue fue atendida diligentemente por sus hijas e hijos. Cariño no le falta.

Hace cinco años sufrió una caída y se quebró la pierna derecha. Fue hospitalizada, la enyesaron. El accidente la inhabilitó temporalmente, más no se abatió. Sola siguió habitando su casa. Con ayuda de un andador se movilizaba y hacía las tareas cotidianas. En una segunda caída se quebró la cadera, por lo que se le dificultó más moverse. Ahora, mucho de su tiempo lo pasa en silla de ruedas o postrada en cama.

Es autónoma económicamente y toma decisiones. Su lucidez mental le permitió elegir un albergue para vivir. Un lugar donde personas facultadas atienden a quienes, por edad avanzada, no son físicamente autosuficientes y no quieren dar “molestias” a su familia.

En la casa comunal, una médica y una enfermera están al pendiente de su salud; la fisioterapeuta dirige a diario los ejercicios para que no se atrofien los músculos por la inactividad. La nutrióloga y la cocinera están al tanto de sus alimentos, buscan que sean nutritivos, de fácil digestión, sabrosos al paladar y por si fuera poco, los tienen listos a hora fija.

En el albergue encontró oídos que escuchan sus pláticas, ha hecho amigas con quienes habla sobre su vida, aficiones e intereses comunes: la niñez, la juventud, los estudios, la maternidad, el arte, el trabajo doméstico y el remunerado, los viajes, los sueños, los anhelos alcanzados, los deseos reprimidos.

Igual a la de muchas mujeres, la vida de doña Amelia no fue fácil ni lo es aún. Estudió la primaria y se inscribió en la secundaria. Sólo terminó el primer grado, cuando se atravesaron en su camino un par de ojos de penetrante mirada. Sucumbió al flechazo. Se enamoró.

A los quince años insistió en casarse muy a pesar de su padre, quien, contrario a la usanza, deseaba para su hija un mejor futuro cimentado en los estudios y el desarrollo profesional. Aún niña contrajo matrimonio con un joven que sólo era dos años mayor que ella.

A los dieciséis, doña Amelia trajo al mundo a su primera hija, un año después alumbró a su segundo hijo, se embarazó cada año, tuvo tres hijas y dos hijos. Parece letra de canción, pero a los 32 fue abuela, bisabuela a los 49 años y tatarabuela a los 68.

Platica que en su matrimonio hubo alegrías y tristezas, aciertos y desaciertos. Recuerda los apuros que pasó porque Ignacio, su marido, batallaba para pagar las cuentas. Era trabajador, dice, pero la mitad del sueldo se le iba en pagar el “trago”.  Al regresar del trabajo se iba a la tiendita de la esquina a platicar con los amigos y a beber cerveza.

El tendero les conocía de toda la vida, pero negocios son negocios y él tenía un tope para lo fiado. A doña Amelia le preocupaba no poder pagar puntualmente, pues se quedaría sin harina, maíz, frijol, aceite, café, manteca y jabón de consumo diario. El panadero, que vendía su mercancía a las 6 de la mañana, exigía paga inmediata por las conchas, los moñitos, los franceses y las margaritas de a cinco centavos, que tanto gustaban a las niñas. La leche también se pagaba al momento de la entrega.

Eso no era todo, había que pagar la renta del tejabán, el consumo de agua y el recibo de la luz. La ropa y los zapatos se desgastaban o de plano ya no les quedaban. Había que hacerse de nuevos. Había que comprar libros, cuadernos y lápices. En esos años no existían los libros de texto gratuitos. Enfermarse era un lujo, pues no habría con qué pagar medicinas ni médicos.

Ni tarda ni perezosa, doña Amelia bordaba y tejía por encargo. Tejía sweaters, calcetas, guantes, gorras, chalecos, canastillas para bebés. De sus manos salían primorosos pañuelos bordados con cabello, servilletas para guardar el calor de las tortillas recién hechas; toallitas, sábanas y manteles para el ajuar. Pero los ingresos no alcanzaban para cubrir los gastos de siete personas.

Contando con la anuencia de su esposo, el apoyo de su mamá y la solidaridad de sus hermanas, decidió regresar a la escuela. En la nocturna terminó sus estudios secundarios e ingresó a la escuela de enfermería. Hizo malabares para conciliar estudio, cuidados de la familia y quehaceres del hogar.

En el barrio se corrió la voz de que Amelia inyectaba a domicilio y si se requería, iba a cualquier hora del día. Poco tiempo después de obtener su título pudo colocarse como enfermera en un hospital, donde trabajó hasta su jubilación.

Quedó viuda muy joven, la tristeza no la tumbó, siguió desarrollándose personal, laboral y profesionalmente. Pero el tiempo pasa y de poco en poco va llevándose los saberes, las habilidades, las energías y con éstas la salud y la vida. Doña Amelia dice estar contenta.

Lentas y silenciosas lágrimas corren por sus mejillas al compartir sus recuerdos.

 

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