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1507 4 Febrero 2014

 

Capitanes de la mar bravía
Hugo L. del Río

Monterrey.- Como Monterrey no hay dos. Almirantes van y almirantes vienen, y ninguno de los capitanes de la mar bravía ha sido capaz de hundir la nave del desmadre de la circulación vial. Nada más voy a citar tres puntos donde la corrupción y su hermana gemela, la ineficacia, ponen en peligro la vida del peatón.

Empezamos con el crucero de Bolívar y Madero. Hay semáforos muy coquetos, con flecha de preferencia y toda la cosa. Pero, oh, decepción: esta tecnología, de punta en Monterrey y África, es para beneficio de automovilistas y choferes. A los de a pie, que nos lleve el catre. Si la familia dueña por un sexenio de esta monarquía republicana nos considera prole envidiosa, por qué han de contradecir los marinos, en su disciplina de guerra, esta sabia conclusión.

Los de a pie nos tenemos que cuidar de automotores que circulan sobre Bolívar de norte a sur y viceversa, así como los que vienen sobre la Calzada de oriente a poniente y de poniente a oriente. Me pregunto si Sor Margarita está esperando que se ahogue el niño para tapar el pozo.

Luego tenemos esa locura que es la parada –por decir algo– de los camiones sobre Félix U. Gómez, a pocos metros de Constitución, a la altura del complejo hospitalario y administrativo del IMSS. Aquí está peor: para abrir boca, están los puesteros, dueños y señores de la banqueta; sobre el arroyo tenemos un sitio de taxis y en plena calle, los mexicanos se estacionan en doble o triple fila para bajar o esperar a sus personas amadas o amigos que salen de las clínicas. La raza de bronce está aquí obligada a demostrar su desprecio a la muerte y sale a mitad de la calle con la esperanza de que pase el armatoste del pulpo camionero y, en caso de que así sea, rogarle al Gran Arquitecto del Universo que el chofer haga alto. Menudo descuajaringue el que tenemos en ese espacio de peligro mortal.

Cierro con otra trampa para viandantes, está por mi rumbo. En Enrique C. Livas con Distrito Tres, no hay semáforo ni isleta ni nada que proteja al transeúnte. Las luces de tránsito más cercanas están a unos 300 metros al norte y otra a la misma distancia hacia el sur. Los conductores, en ausencia de mordelones –en dos años que tengo viviendo por allá, sólo una vez vi un motociclista que iba de paso– corren como en autódromo y, al parecer, animados por la consigna de laminar lo mismo al infelizaje que camina que a quienes salen del casino New York descalzos y en calzones. Alegremente se meten en contra, hacen la versión automovilística de rizar el rizo y a toda máquina se embisten los unos a los otros. Si algún caminante se cruza, indebidamente, qué diablos, en su camino, pues a arrollarlo, que para eso son las máquinas, y a cobrarle los desperfectos que sufrió el carro. A veces uno raya con la cabeza –involuntariamente, desde luego– las defensas del auto.

José Emilio Pacheco no pensaba en nosotros cuando escribió: “Por fortuna carezco de importancia”. Pero el saco está hecho a nuestra medida.

Pie de página
Nomás a los gringos se les ocurre nombrar chef del MetLifeStadium (donde se jugó el supertazón el domingo) a un señor que se apellida Borgia.

hugoldelrioiii@hotmail.com

 

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