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1510 7 Febrero 2014

 

¡Ah, los dogmas!
Víctor Orozco
           
Chihuahua.- En el año de 1856 se reunió el congreso constituyente convocado por el gobierno surgido de la revolución de Ayutla, que había derrocado a la última dictadura del general Antonio López de Santa Anna. El movimiento triunfante se proponía edificar una nueva sociedad y un nuevo estado, para lo cual habían de llevarse al cabo transformaciones profundas, las de mayor trascendencia entre las emprendidas en esta parte del mundo, incluyendo a las que tuvieron lugar con las guerras de independencia, de las cuales emanaron las repúblicas latinoamericanas.

Uno de estos cambios era el de establecer el principio jurídico y político de la libertad de creencias religiosas. La libertad de conciencia, fue durante largos siglos una quimera para unos cuantos que aspiraban a sacudirse los grilletes impuestos por el poder político y religioso. En la antigüedad, con todo y la existencia de cultos religiosos asociados a las organizaciones políticas, nunca faltó el ejercicio libre del pensamiento. La filosofía, como fruto excelso de este quehacer, brilló tanto en Grecia como en Roma, para referirme a las matrices de la civilización occidental. En ello influyó, se ha dicho bastante, la multiplicidad de divinidades, esto es, el politeísmo.

Sin embargo, apenas se consolidó el monoteísmo, brotado entre los pueblos de los desiertos del Medio Oriente y en especial su brazo más poderoso, el cristianismo, una noche larga se extendió por Europa y se ensanchó luego hasta el continente americano. Sólo hay un dios y una sola religión verdadera, fue la divisa proclamada en cada uno de los bandos, empeñados en aplastar y esfumar de la tierra a quienes profesaran cualquier otra. De establecer la “verdad” se encargaron los administradores de cada culto, mismo que sirvió de pretexto o causa sagrada  para subyugar, explotar y masacrar a pueblos enteros.

Los audaces de 1856, tenían casi todas las circunstancias en contra. Así incluyeron en el proyecto del nuevo código político un tímido artículo 15, en el cual se decía que en México no se expedirían leyes que prohibieran el ejercicio de ningún culto y luego se apresuraba a señalar que el católico gozaría de la protección estatal. Contra el proyecto se vinieron un alud de protestas y acciones que desembocaron en la sangrienta guerra de reforma o de los tres años. Recojo algunas de estas expresiones para mostrar hasta dónde se encontraba arraigado el dogma de la intolerancia religiosa.

El arzobispo de la ciudad de México, reaccionó de inmediato y en una carta al propio Congreso demandó que no se aprobase el precepto. Argumentaba éstas, entre otras razones el máximo representante del clero en el país:

“...no puede haber sino una Religión verdadera, porque no hay sino un sólo Dios y una sola fe... por un beneficio del cielo mi patria... ha profesado la Religión católica, apostólica, romana, con exclusión de cualquier otra ¿Qué justicia puede haber para introducir en ella religiones o cultos que nunca ha consentido y que la Religión que profesa reprueba y condena?”

Un segundo manifiesto vino de los eclesiásticos de Guadalajara, quienes esgrimieron un curioso argumento contra el politeísmo profesado por los romanos, que los llevó a proclamar el dogma de la religión única. Decían:

“Roma en los primeros días del cristianismo, orgullosa con sus victorias y su vasto poder, disponiendo a su arbitrio de la suerte de las naciones y considerándose a sí misma como el centro de la civilización y de la vida del mundo, no era en realidad, según la expresión de uno de los más ilustres doctores de la Iglesia, sino la esclava de los errores de todos los pueblos que dominaba, creyendo que había adquirido una gran religión porque no desechaba ninguna falsedad.”

A su vez, una larga exposición suscrita por un grupo de maestros o preceptores de la misma ciudad, arribaba a una conclusión palmaria:

“Un gobierno que protege todos los cultos es un gobierno que protege la inmoralidad, porque la mentira es inmoral, y no pudiendo ser de todos los cultos más que uno verdadero, porque una es la verdad, protegiendo todos resultaría que protegería todas las imposturas, todas las mentiras, y que por consecuencia protegería la inmoralidad. Luego es inconcuso que el gobierno debe proteger una religión exclusiva.”

El obispo de Guadalajara, en una carta pastoral emitida en agosto del año mencionado, no dejaba ya ningún resquicio posible:

“Nada hay más común en los escritos de la incredulidad moderna que la palabra tolerancia. Esta palabra era en el siglo próximo pasado como el grito de reunión de los enemigos del cristianismo... Aun hoy mismo no se deja de clamar por esa tolerancia, tantas veces invocada para no ver en ella más que el derecho de ultrajar las cosas más sagradas y para conspirar impunemente contra el trono y el altar... En los estados donde felizmente la religión católica es la única, puede y debe la autoridad desplegar todo su celo para conservar esta apreciable unidad religiosa que tan de cerca interesa a la tranquilidad pública... no os dejéis engañar de los que llevan a mal el que no se conozca ni se profese en Méjico otra religión que la verdadera.”

Visto el curso del debate y pensando en la irremisible caída del gobierno reformista, presidido entonces por el general Ignacio Comonfort, círculos cercanos al Papa Pío IX, propusieron un concordato (tratado) entre la Santa Sede y el estado mexicano. Una de las cláusulas de la propuesta estatuía:

“Reconocimiento de la Religión Católica como única y exclusiva, profesada no solo de hecho y al presente, sino de derecho y para lo futuro... Será protegida por el gobierno civil, sostenida en su culto público y solemne defendida en sus derechos y bienes, amparada en sus pretensiones. Su doctrina será enseñada libremente por sus Pastores, en el púlpito, en las cartas pastorales, en los escritos impresos, en las escuelas públicas, en los Colegios, en las Universidades: y será prohibida la introducción de otro culto, la tolerancia de cualquiera secta, la de los libros que ataquen la religión verdadera, de los sectarios que la persiguen, y de los maestros o escritores que la desfiguren. El gobierno la profesará dando el ejemplo a sus súbditos de obediencia y sumisión a sus preceptos, de celo por sus ceremonias, y magnificencia de su culto público, infundiendo el de otras sectas y castigando a los que profanen el católico, burlándose de él, o despreciándolo de cualquiera manera”.

Para fortuna de todos, nunca se celebró tal concordato, similar o igual a otros que el Vaticano había impuesto a distintas repúblicas sudamericanas, instaurando una especie de teocracia. Vale decir que a punto estuvo de concertarse en el tiempo de la dictadura santannista, entre 1853-55. La inestabilidad del gobierno y su caída imprevista lo impidieron. 

Finalmente, el pontífice romano tocó las campanas a rebato contra los impíos en una alocución inmediatamente difundida en México:

“Entre otras cosas se proscribe en esta propuesta Constitución el privilegio del fuero eclesiástico; se establece que nadie pueda gozar de un emolumento oneroso a la sociedad; se prohíbe por punto general contraer obligación por contrato o por promesa o por voto religioso; y a fin de corromper más fácilmente las costumbres y propagar más y más la detestable peste del indiferentismo, y arrancar de los ánimos nuestra Santísima Religión, se admite el libre ejercicio de todos los cultos y se concede la facultad de emitir públicamente cualquier género de opiniones y pensamientos... condenar, reprobar y declarar írritos y de ningún valor los mencionados decretos  y todo lo demás que haya practicado la autoridad civil con tanto desprecio de esta Silla Apostólica...”

Justo Sierra afirmaba a  propósito de la convocatoria del Papa, que nunca había hecho resonar la iglesia católica una voz más dura, más preñada de dolor y de muerte. Lo afirmaba, porque el llamado de Pío IX se convirtió en el estandarte para los conservadores que desataron la guerra un año después.

El dogma de la intolerancia religiosa fue finalmente derrotado, pero hubo de pasar una confrontación armada. El 4 de diciembre de 1860, el gobierno republicano presidido en esta ocasión por Benito Juárez, expidió finalmente un decreto que establecía en México la plena libertad de conciencia.

Curiosamente, varios de los obispos que fueron expulsados, en su tránsito hacia Roma, se instalaron un tiempo en Estados Unidos. Se sorprendieron de la vitalidad mostrada por la religión católica en aquel país, pese a su coexistencia con muchos otros cultos y admiraron los beneficios que para la misma iglesia y sus prelados tenía la separación entre ésta y el Estado. Puede otorgárseles el beneficio de la duda y pensar que sus vidas habían estado dominadas por una creencia obsoleta e inútil, circunstancia que les impidió abrir los ojos, pese a su indiscutible erudición y talento. ¡Ah, los dogmas!

 

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